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       Nabil Khalil PhD Sitio Web - Versión en Español

 
 
 
 

 

 

 

 

 

 

 

 La paz en Colombia-Epílogo.

 

 

EPÍLOGO

 

Las realidades objetivas de las que habló Belisario Betancur condujeron a Pastrana a lo que sin duda no deseaba cuando asumió su período de cuatro años como presidente de Colombia entre 1998 y 2002.

Estados Unidos no es amigo de los pueblos de América Latina. Durante más de un siglo y medio intervino en sus asuntos internos, les arrebató territorios, saqueó sus recursos naturales, agredió su cultura, les impuso el intercambio desigual, saboteó los intentos unitarios desde la época de la independencia, promovió los conflictos entre nuestros países, explotó las grandes diferencias en el seno de nuestras sociedades. Las naciones de América Latina han sufrido olas de inflación y crisis económica mientras otras partes del mundo se desarrollaban. A pesar de las emigraciones, el número de los que padecían pobreza extrema se elevaba, y también el número de niños obligados a pedir limosnas en las grandes urbes.

Durante los últimos 50 años, los golpes militares y las tiranías sangrientas, promovidos por Estados Unidos, han significado cientos de miles de desaparecidos, torturados y asesinados en Centro y Suramérica. En las escuelas militares de ese país se han formado los golpistas y torturadores.

A pesar de la gravedad del crimen cometido contra el pueblo de Estados Unidos por la acción terrorista perpetrada en Nueva York el 11 de septiembre de 2001 —en la que para nada se toma en cuenta la responsabilidad por negligencia del Presidente y las deficiencias de los cuerpos de seguridad de su gobierno—, no se justificaba el apoyo a la guerra declarada por Bush contra “60 o más oscuros rincones del mundo”, entre los que pueden ser incluidos los países latinoamericanos.

Pastrana, que tantas veces se reunió con el jefe guerrillero, sin duda podía comprobar la diferencia entre la sinceridad de Marulanda y el cinismo de Bush. Son hechos absolutamente contradictorios la paz con Bush y la guerra contra Marulanda.

El problema de las drogas, que hoy constituye un azote para los pueblos de América Latina, en realidad fue originado por su enorme demanda en Estados Unidos, cuyas autoridades nunca se decidieron a combatirlo con energía, mientras asignaban esa tarea únicamente a los países donde la pobreza y el subdesarrollo impulsaban a masas de campesinos a cultivar la hoja de coca o la amapola en vez de café, cacao y otros productos subvalorados en el mercado de Estados Unidos.

No en balde Raúl Reyes le contó a Arbesú que el Departamento de Estado hizo contacto con las FARC, interesado en su colaboración para luchar contra las drogas. “Era lo único que les interesaba” —dijo Reyes. ¡Para solicitarle tal “cooperación” las FARC no eran terroristas!, podemos añadir nosotros.

Marulanda era partidario de la sustitución de esos cultivos acompañada de programas sociales y compensaciones económicas. Con gran realismo, no veía otra forma de liquidarlos.

Así lo hizo Cuba con los cultivos ilícitos cuando triunfó la Revolución. Durante muchos meses, en las montañas ni siquiera sabíamos cómo era una planta de marihuana. Los pocos que la cultivaban eran los más astutos en filtrarse de un lado a otro de las líneas enemigas. Algunos extremistas nuestros querían comenzar a juzgar a los responsables. Yo recomendé esperar el fin de la guerra. Así se erradicaron tales cultivos, aunque no existía, desde luego, el grave y complejo problema actual de Colombia.

Raúl Reyes y Manuel Marulanda ya no viven. Murieron en la lucha. Uno, por ataque directo con nuevas tecnologías desarrolladas por los yanquis; el otro, por causa natural.

Yo discrepaba con el jefe de las FARC por el ritmo que asignaba al proceso revolucionario de Colombia, su idea de guerra excesivamente prolongada. Su concepción de crear primero un ejército de más de 30 000 hombres, desde mi punto de vista, no era correcta ni financiable para el propósito de derrotar a las fuerzas adversarias de tierra en una guerra irregular. Hizo cosas extraordinarias con unidades guerrilleras que, bajo su dirección personal, penetraban en la profundidad del terreno enemigo. Cuando alguien fallaba en el cumplimiento de una misión parecida, estaba listo siempre para demostrar que era posible. En cierta ocasión, estuvo dos años recorriendo la mitad de Colombia con una unidad de 40 hombres.

Las FARC, por sus concepciones operativas, nunca cercaron ni obligaron a la rendición a batallones completos con el apoyo de artillería, unidades blindadas y fuerza aérea a su favor, experiencia que nosotros llegamos a conocer y así vencer unidades aun mayores de sus tropas élites. No ocurrió así con las FARC, pese a la enorme calidad de sus combatientes.

Es conocida mi oposición a cargar con los prisioneros de guerra, a aplicar políticas que los humillen o someterlos a las durísimas condiciones de la selva. De ese modo nunca rendirían las armas, aunque el combate estuviera perdido. Tampoco estaba de acuerdo con la captura y retención de civiles ajenos a la guerra. Debo añadir que los prisioneros y rehenes les restan capacidad de maniobra a los combatientes. Admiro, sin embargo, la firmeza revolucionaria que mostró Marulanda y su disposición a luchar hasta la última gota de sangre.

La idea de rendirse nunca pasó por la mente de ninguno de los que desarrollamos la lucha guerrillera en nuestra patria. Por eso declaré en una Reflexión que jamás un luchador verdaderamente revolucionario debía deponer las armas. Así pensaba hace más de 55 años. Así pienso hoy.

Invertí más de 400 horas de intenso trabajo en este esfuerzo. Lo revisé cuidadosamente bajo el impacto de los huracanes que golpearon con extrema violencia a Cuba. Me satisfizo hacerlo. Aprendí mucho. He cumplido mi promesa.

 

Fidel Castro Ruz

Septiembre 16 de 2008

3 y 15 p.m.

 

 
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Capítulo XI | Capítulo XII | Capítulo XIII | Capítulo XIV

Epílogo

 
 

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