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       Nabil Khalil PhD Sitio Web - Versión en Español

 
 
 
 

 

 

 

 

 

 

 

 Fidel Castro Ruz Guerrillero Del Tiempo-Capítulo 04.

 
 
 
TOMO I

04Cine, Historia Sagrada, leer la Guerra Civil Española, amistad con el cocinero Manuel García, discursar, memoria, carta a Roosevelt, enamorarse de lejos, estudiar y pensar, fantasía, leyenda de la memoria

 

Katiuska Blanco. Comandante, cada época tiene su olor, su música, su voz, su película, libro, artista o personalidad histórica para la memoria. Para los mayores de mi casa, la melodía de un bandoneón y la tristeza en las letras de los tangos eran como la banda sonora de sus años juveniles. A usted, ¿qué rumor le llega de los años 30 y 40? ¿Qué voz portentosa? ¿Qué aroma? ¿Cuál perfil de la historia? ¿Qué artista maestro? ¿Qué imágenes en 24 cuadros por segundo?

Fidel Castro. Creo que en toda aquella primera etapa de la enseñanza primaria: segundo, tercero, hasta quinto grados, no tenía un gran gusto por las películas. Me refiero a que mi gusto era el común de un niño deslumbrado ante el cine, no el de un conocedor. Me agradaban las películas de vaqueros era la época de Tom Mix y de Bull Jones, no sé si eran los nombres de los artistas, los episodios y las películas del Oeste, y me gustaban algunas de ciencia ficción, porque en aquella época había también filmes sobre luchas interplanetarias, que eran el preludio de la guerra de las galaxias y de los escudos antimisiles. Me gustaban las películas y las canciones de Libertad Lamarque, los tangos de Carlos Gardel entonces estaban de moda los artistas argentinos; también algunas canciones mexicanas. Era la época de María Félix, Agustín Lara, Jorge Negrete.

Vi la película La carga de los 600, una de las más famosas, relacionada con acciones del siglo xix en la India.

En mi niñez sentía predilección por las películas cómicas. Las que más recuerdo son las de Chaplin y las de Cantinflas, pero claro, Cantinflas fue después.

Entre las películas de mis grandes actores preferidos en todas las edades, ahora mismo, están las de Charles Chaplin y las de Cantinflas, desde que vi la primera, en aquel período y por siempre.

Después iban siendo otras las películas que prefería y, por supuesto, también me atraían las de Tarzán. Admiraba lo que Tarzán hacía con los animales. Luego supe que tales filmes podían influir negativamente, pero a mí no me hicieron ningún daño definitivo.

Las películas del Oeste me gustaron siempre, con la diferencia que de niño las tomaba en serio, pero de joven, sobre todo de adulto, las veo como películas humorísticas, me río mucho viendo aquellas barbaridades, y las cosas que de muchacho consideraba serias.

Cuando estalla la Segunda Guerra Mundial tengo 13 años. Surge un gran número de películas y documentales desarrollados en Occidente, sobre todo de la guerra: distintos episodios, de antes de la guerra y de la Guerra Civil Española, que ocuparon considerablemente mi atención en dicho período. 

Ya desde mi época de estudiante universitario surgieron algunos largometrajes como Lo que el viento se llevó, una película que recuerdo mucho.

En toda esta etapa siguen apareciendo filmes de Cantinflas y de Chaplin.

Entonces, no proyectaban filmes soviéticos, casi no ponían películas de Europa en los cines. Casi todas las que veía en el bachillerato, incluso en la Universidad, eran norteamericanas. Las de la época del bachillerato y aun después, en la década del 40 al 50, estaban muy influidas por la guerra y, más adelante, por la Guerra Fría. Hubo dos fases: el período de la guerra y los años subsiguientes a esta. En el período de la Guerra Fría, en general, predominaba la superficialidad, las películas eran simplistas.

No existía un cine más serio, más profundo, de carácter histórico, psicológico. Tengo la impresión de que aquellas películas aparecieron posteriormente, en los últimos setenta y tantos años, porque recuerdo que en la primera etapa de Batista, vi Candilejas, de Chaplin, una de las que más valoro siempre. Ya Chaplin había sido, por cierto, expulsado de Estados Unidos. Él era un hombre progresista.

Más tarde sobreviene un período en el que vi muy pocas películas. Diría que desde 1953 al sesenta y tanto, durante diez años, apenas ninguna. Estuve todo el tiempo en las prisiones, en el exilio, en la Sierra Maestra, después de la Segunda Guerra  Mundial. Es decir, que estuve separado del cine durante diez años o más.

Katiuska Blanco. Usted hablaba de Candilejas, la música es protagonista de los filmes, también de las emisoras de radio de entonces

Fidel Castro. En la primera etapa de mi vida no teníamos ni radio. En mi casa solo existía un fonógrafo muy viejo, con unos discos; había que darle cuerda cada vez que sonaba. Realmente no tuve mucho contacto con la música, a pesar de que mi madrina era profesora de piano, y casi todo el día estaba oyéndola practicar las notas musicales. Nunca toqué ni siquiera el piano y nadie me estimuló a ello. En aquella época de la que estamos hablando, lo poco que nos enseñaban era a entonar algunos himnos y, después, en la escuela, un poco de música sacra, canciones religiosas, nada más.

Una vez me pusieron en el coro de la escuela, pero siempre fui muy desentonado, tenía muy mal oído musical, en realidad. En una oportunidad escucharon que alguien desafinaba y nos pusieron a prueba individualmente, me dijeron que cantara solo aquellas notas y me descalificaron, porque mientras formaba parte del grupo más o menos pasaba, pero cuando tuve que hacerlo solo, el hermano director del coro me sacó. Aquello me ocurrió como en tercer grado.

No demostré poseer grandes condiciones para la música y, si tenía alguna, nadie me ayudó a desarrollarla. Eso, en cuan to a mis condiciones como cantante, lo cual no influyó en mi gusto por la música.

Katiuska Blanco. —¿Qué lecturas le apasionaban?

Fidel Castro. De los libros de la época, para mí el más fabuloso era la Historia Sagrada porque hablaba de los orígenes del mundo, de la vida, del universo, del hombre, el Diluvio Universal, el Arca de Noé, los animales mitológicos, la historia de Moisés, el cruce del mar Rojo, las Tablas de la Ley. Incluía las narraciones de guerras y combates: las proezas de Josué frente a Jericó haciendo llevar las trompetas, la fuerza hercúlea de Sansón, quien lograba derribar un templo. Me parecía algo maravilloso. Todos los años nos daban clases sobre Historia Sagrada ampliada, que viene a ser el «Antiguo Testamento», donde se cuentan cosas tan fabulosas que siempre me llamaron la atención. No tenía oportunidad de leer la Ilíada, la Odisea, Don Quijote de la Mancha o algunas de tales obras clásicas.

Entonces, me llamaban mucho más la atención la Geografía y la Historia, en general, lo mismo la de Cuba que la universal, por todos los acontecimientos que narran. Pienso que a casi todo el mundo le gustaban aquellas asignaturas. Soportaba la Gramática; no me asustaba la Matemática, la entendía perfectamente bien, solía tener buenas notas en Matemática o Aritmética, como le llamaban entonces. Era bueno para los dibujos geométricos, que había que realizarlos con círculos, con cálculos matemáticos e, incluso, me otorgaban premios.  Era malo en la pintura de los paisajes. Ya la naturaleza me estaba negando sus cualidades: un buen oído musical y una buena habilidad para la pintura de los paisajes. Los dibujaba: una casa, un horizonte, los árboles; pero estaba probado que no disponía de una especial vocación, si tenía alguna, nadie fue capaz, realmente, de estimularme. En cambio, obtenía premios, tanto en el trazado como en la pintura de los dibujos geométricos, que practicábamos bastante. Pero creo que la lectura era mi mayor pasión.

A mí me fascinaban todas las tiras cómicas. Me daban cinco centavos para comprar un magacín cómico que venía desde la Argentina porque ni siquiera en Cuba existía uno. A decir verdad, llegaba con mucha puntualidad a los estanquillos. No recuerdo una sola vez que se retrasara. Además, algunas novelas del Oeste, de acción, me acuerdo que una de las que leí con mucho interés se llamaba De tal palo, tal astilla.

No tenía acceso a la literatura. En general los libros a nuestro alcance eran los textos que nos enseñaban en las aulas. En los comedores, a la hora de almuerzo y de comida, nos leían algunas novelas, algunas historias; una sección de lectura pública, por lo cual teníamos que comer en silencio. Más o menos la mitad del tiempo se dedicaba a la lectura, y era yo uno de los alumnos escogidos para leer aquella literatura de un cierto sentido religioso.

Así que cuando estaba en la primaria, entre los 7 y los 11 años, tanto en el Colegio La Salle como en el Colegio Dolores, la literatura suministrada no era universal, sino más bien religiosa: historias de santos y mártires, y de epopeyas mágicas.

La prensa sí me interesaba. Mientras estudiaba la enseñanza primaria, regularmente seguía los acontecimientos, sobre todo los internacionales. Incluso, cuando iba a Birán en las vacaciones, allí aún no existía radio pero los periódicos sí los llevaban y yo los leía.

Recuerdo que estuve al tanto de acontecimientos históricos: la guerra de Etiopía, entonces llamada Abisinia [iniciada en 1935]; la invasión de los italianos. Sería en 1936, cuando se inicia la Guerra Civil Española, yo tendría alrededor de diez años y seguía de cerca la descripción de los combates más importantes y las últimas noticias. Seguí completa la Batalla de Teruel, una batalla fuerte. Como García, el cocinero español, no sabía leer, yo era su lector de noticias, le leía los periódicos todos los días por la mañana. A veces me estaba una hora u hora y media junto a él. El cocinero estaba a favor de la República y con mucha impaciencia esperaba que yo le leyera los periódicos todos los días en las vacaciones del verano.

Ahora, a mi casa llegaban como cuatro o cinco periódicos, entre estos, el Diario de la Marina, muy reaccionario y pro franquista. En sus páginas a los republicanos les decían «los rojos», «los comunistas», y a la gente de Franco la llamaban «los rebeldes», «los patriotas», «los nacionalistas», y las  noticias eran muy contrarias a los republicanos. Al cocinero, republicano furibundo, yo de todas maneras, trataba de consolarlo, de explicarle los combates, que no iban tan mal.

Claro, otros periódicos no eran tan reaccionarios. Los diarios El Mundo, Información y El País daban noticias más objetivas. Un periódico de Santiago, creo que se llamaba Diario de Cuba, y algunos otros diarios de la capital, eran como cinco o seis, también eran más realistas. No había ningún periódico de izquierda, todos eran de derecha o de centro, pero el más militante era el Diario de la Marina, así que yo tenía que estarle leyendo a García una prensa bastante parcializada, no muy objetiva.

Mi padre decía que el cocinero era comunista; para él todos los que estaban con la República eran comunistas. Se parecía un poco a la historia del cura y del alcalde que aparece en la obra Don Camilo del italiano Giovanni Guareschi, ese tipo de relaciones en que se hacían bromas. Era un antagonismo amistoso entre los partidarios de la República y los de Franco; los españoles allí estaban divididos más o menos a partes iguales. Discutían mucho, pero no pasaba de ahí la polémica. No había guerra en Birán con motivo de la diversidad de criterios entre los españoles.

En aquella época, sentía gran afición por la prensa. Era, digamos, lo más serio que leía, por lo cual estuve muy informado de casi todos los acontecimientos de entonces. 

También estudiábamos historia de Cuba, pero en la escuela no se nos suministraba literatura cubana, ni sobre las guerras de independencia. Se explica porque eran sacerdotes de órdenes francesas o jesuitas españolas que, en realidad, no se preocuparon en lo más mínimo de inculcar lo que pudiéramos llamar amor a las tradiciones y a los conocimientos amplios sobre la historia de Cuba. Aquella literatura la pude adquirir y leer por mi cuenta, pero mucho después, a lo largo de mi vida.

Pienso que a esa edad fui privado de la posibilidad de leer numerosos libros maravillosos, los cuales, estoy seguro, me habrían encantado porque todo lo que caía en mis manos sobre historia, sobre literatura o cualquiera de esos temas, siempre me despertaba un enorme interés, pero no hubo una orientación en tal sentido.

Katiuska Blanco. Comandante, en Birán, en el trajín vaporoso y oliente de la cocina, usted leía en voz alta las noticias de la Guerra Civil Española al cocinero Manuel García, su amigo malgenioso que arrastraba una pierna y las angustias del dolor reumático. Luego, con textos de sentido religioso, también leía para sus condiscípulos en el comedor del colegio, circunstancias que evocan a los lectores de tabaquerías. ¿Piensa que tales vivencias influyeron en sus conocimientos, su expresión oral, sus dotes como orador?

Fidel Castro. A mí me escogieron para leer en el comedor porque parece que tenía buena pronunciación y cierto énfasis,  cierto acento, cierta declamación, y por el interés que ponía en la lectura de los materiales, de manera natural. En la escuela no dictaban clases de oratoria.

Cuando le leía al cocinero, en realidad estaba leyéndole a tres personas: al español, a quien yo veía sufrir, tenía un interés enorme, a pesar de ser un campesino analfabeto y también un enfermo, en cierta forma; al hombre ignorante, que no sabía leer; y, además, al cocinero, que antes había sido vaquero y que tenía muy mal genio.

No recuerdo cómo empezó nuestra amistad. Indiscutiblemente, yo también tenía interés por las noticias, y como venía de la escuela y sabía leer, pues allí estaba hasta leerle la última novedad, el último cable de la Guerra Civil Española y, sin duda, venían muchos. Yo leía todas las informaciones de la contienda, a él no le interesaban otras noticias.

Desde entonces yo mostraba un gran interés por la historia, y de la misma forma seguí de cerca la Segunda Guerra Mundial y casi todos sus episodios. En la época de la guerra de Etiopía, de la guerra de España, acontecía una tercera guerra, la chino-japonesa. Desde 1935 hasta más allá de 1940 tenían lugar varios acontecimientos históricos en el mundo.

Por las cuestiones de Cuba ni siquiera me interesaba tanto; las noticias eran de rutina, corrientes.

Claro que tuve que ejercitar un poco mientras leía porque realmente nunca recibí clases de declamación ni de oratoria.  A lo sumo, recitaba algún poema o escenificaba alguna obra teatral muy sencilla, preparada para la ocasión de fin de curso.

En la comunicación con las personas repudié siempre la forma de expresarse que fuera abstracta, confusa, pomposa y aparentemente docta, como lo era la de Belaúnde San Pedro, un profesor del Instituto del Vedado, su libro era el texto de Enseñanza Cívica en Belén. Considero que la forma de expresarse de cada persona forma parte de su personalidad y mentalidad.

Lo habitual en mí ha sido tratar de comunicar lo comprendido de manera sencilla. Puede haber habido un período en que la forma fuera una traba para las ideas. Quizás cuando en la enseñanza de la Literatura, la Retórica y el Discurso, la formalidad de hacer estuviera un poco prevaleciendo sobre la idea se decía que un discurso tenía que tener una introducción, una hipótesis, una tesis, una demostración y una conclusión, a medida que estudiaba, a medida que progresaba, que aprendía la forma de expresarse. Es decir, al estudiar nos enseñaban cómo se explicaban las diversas cuestiones, así como aspectos formales de la comunicación. Creo que cuando me libré totalmente de los aspectos formales de las explicaciones, me olvidé de la forma y pude expresarme con más soltura, algo que tal vez caracterizó mi oratoria, que es como decir la expresión en voz alta.

Cuando era un estudiante de bachillerato hacía mis exá menes, respondía las preguntas y explicaba lo que creía haber entendido. Es posible que a veces usara en lo escrito algunas expresiones formales: brillante, elocuente escritor, una prosa bella, digamos, un poco lo que el profesor decía. Por ejemplo, el de Literatura hablaba así de los poetas y literatos españoles. Era un buen profesor, rendía un buen culto a los escritores de su lengua, podría ser desde Cervantes hasta Lope de Vega, y yo, a veces quizás como un pequeño truquito, usaba algunos de los adjetivos del profesor. Recuerdo que, por cierto, le halagaba mucho cuando escribía mi respuesta y empleaba casi el vocabulario empleado por él. No estoy muy seguro de que mis adjetivos, mis elogios y mi caracterización de los personajes fueran muy correctos, pero creo que bastaba con que fueran elogiosos y al profesor Rubino, de Literatura, le gustaran. Me daba el máximo de puntos.

Creo que otras materias había distintas, podían ser Historia, Geografía, Literatura; bueno, la Literatura es más genérica, más abstracta, no es como un examen de Matemática en que le plantean un problema y usted tiene que solucionarlo, bien porque tiene fórmulas que le han enseñado para resolver una ecuación o un problema determinado, o bien, como yo hacía a veces, por deducción, si no tenía la fórmula, digamos, Geometría, Física, Química que tienen fórmulas exactas, no se prestan mucho a hacer teorías sobre ellas, pero descubrí que hasta la Geografía admitía cierta posibilidad de  usar la Literatura, un poco la imaginación. Lo sé porque una vez hubo un examen de Geografía donde un solo alumno obtuvo 90 puntos y no sé si eran 100 o más de 100 alumnos. En el examen del instituto, un estudiante podía obtener hasta 100 puntos, y fui yo el que sacó sobresaliente con 90 puntos. Cuando la escuela protestó por las notas, los profesores del instituto dijeron que el texto por el cual habían estudiado no era bueno y, entonces el colegio argumentaba: «Hay un alumno que estudió por el mismo texto y sacó 90 puntos»; era sobresaliente.

En realidad, ¿qué hice en aquel examen? Posiblemente el texto no se adaptara mucho al programa, y haya utilizado la imaginación; me extendí, hice algunos análisis, algunas cosas, y parece que aquello fue factor determinante para que obtuviera 90 puntos. Es decir, quizás la forma de expresar las ideas, de trasmitirlas y de usar la imaginación, determinó que entre los más de 100 alumnos me hubieran dado los 90 puntos, a pesar de que había estudiado por el mismo texto que los demás.

En las materias de letras en Literatura utilizaba un poco el vocabulario. Más bien era un examen dirigido a la psicología del profesor y a la simpatía del profesor. Además, era feliz cuando yo le daba una respuesta que le mostraba el carácter español, la riqueza del idioma, la gran imaginación y todo eso. Habría que ver cómo me expresaba en dichos exámenes, para explicar algo tengo que entenderlo, o creer que lo entiendo. 

Rechacé siempre palabras o discursos que no dijeran nada; un rechazo, una repugnancia natural. Puedo haber tenido en las primeras exposiciones públicas, quizás, un poco de atadura a lo formal, porque en los comienzos creía que un discurso era una alocución que debía empezar por algo y decir unas palabras tales y más cuales, poner un énfasis y buscar un efecto. Cuando más adelante me olvidé de todo eso y me consagré a trasmitir una idea sin importarme qué palabras usaba, dónde ponía el énfasis o dónde no, dónde ponía el acento o no, dónde exclamaba o no exclamaba, dónde declamaba y dónde no declamaba; cuando me olvidé de todo eso, cuando me olvidé de la retórica y la declamación, de las frases, de las palabras efectivas y me dediqué a trasmitir una idea, fue cuando adquirí realmente un estilo de comunicación con las masas. Ya no declamaba, podía enfatizar una palabra porque sentía que debía hacerlo, no porque viera en el énfasis un instrumento, sino porque consideraba que la idea expresada merecía ser destacada.

Desde que era estudiante universitario hacía frases, trasmitía ideas, pero todavía le daba a la expresión, a la palabra, a la frase, digamos, en una primera etapa, algún énfasis. Luego, poco a poco, iba diciendo lo que sentía. Todo eso es una evolución, ¿no?

Mi oratoria hoy es como una vida vivida, todo un proceso de gradual cambio y maduración A veces me pregunto, ¿dónde estuvo el límite? Cuando me gradué de abogado, ¿hacía frases? Creo que ya no hacía frases, aunque tal vez me ocupaba todavía un poco de la elegancia, de la expresión, pero, fundamentalmente, ya trasmitía ideas básicas.

En tal período, cuando estudio y ya tengo una formación marxista, entiendo los problemas, comprendo los fenómenos de mi alrededor. Entonces, al escribir, al hablar, era mucho más natural. Me olvidaba cada vez más de las formas, de las palabras elegantes, de las frases, iba a la esencia de las cosas.

Creo que el día en que empecé a hablar y a escribir, en la misma forma que era capaz de conversar, adquirí plenamente dicho estilo.

Cuando la Revolución triunfó y tuve que hablarle al pueblo y explicarle todos los problemas, creo que nunca más en mi vida volví a usar una frase ni a acordarme de la forma. Al hablarle al pueblo, justamente podía estar hablando, lo mismo con 100, que con 10 personas, que con una sola, que con 1 000 000. El secreto fue, sencillamente, conversar con 100 000, 500 000 o 1 000 000 de personas, de la misma forma que podía estar haciéndolo con una sola.

La madurez plena la alcancé cuando me vi en la necesidad de explicar problemas y temas muy serios ante el pueblo, ante las masas, cuando llegué simplemente a tener las ideas como base de lo que tenía que decir, jamás las palabras ni los gestos ni las frases ni la búsqueda de un efecto. 

Hay, es cierto, quien busca un efecto, ،se agita, se estremece, se conmueve! Pienso que hay mucha gente que cuando habla hace un poco de teatro. Creo que cuando logré deshacerme de todo tipo de teatro, declamación y todo lo demás, llegué a ser diferente. De modo que, precisamente, me fijaba en la idea, nunca me acordaba de las palabras, iban saliendo solas en la medida en que trataba de explicar algo. De cualquier discurso, lo único que tenía presente eran las ideas, nada más. Y si lograba captar la atención del público, una hora, hora y media, dos horas, hasta tres horas, no se debía solo al mérito de lo que se estuviera diciendo, sino a que ese público estuviera interesado, condicionado totalmente a escuchar con interés lo que se decía. Además, si tras quien discursa no existe una historia, una autoridad, un prestigio, es posible que quienes escuchen se aburran. De modo que el hecho de que el auditorio preste atención, no se debe solo al contenido del discurso, sino a la autoridad o al prestigio que tenga la persona que lo está diciendo. Quizás cualquier otro individuo se pone, en ese mismo lugar, dice las mismas cosas y puede ocurrir que los demás estén aburridos a los diez minutos. Es decir, la atención del público no está solo en dependencia de lo que usted está diciendo, sino de quién lo está diciendo. Con la oratoria sucede como con el tiempo y el espacio: son relativos.

Puede venir una persona, incluso, con más carisma personal, a la que nadie conoce, en la que nadie tiene razones  para confiar porque no se sabe quién es, dice las mismas cosas, puede decirlas hasta mejor, y la gente empieza a decir: ¿Y este quién es?, ¿quién se ha creído que es?, ¿por qué está diciendo esto ahora?, ¿por qué habla tanto?, ¿para qué se mete en tantos problemas?, ¿qué tiene que estar hablando de problemas internacionales?, ¿quién lo ha metido a hablar de la historia de la Revolución? Eso puede ocurrir, diciendo las mismas cosas, pueden atenderlo 10 minutos, 15, y después dicen: ¿Qué se ha creído este tipo, que va a enseñarnos a nosotros que llevamos tantos años de Revolución, que tenemos tantos méritos, tanta historia? Puede ser que hasta se sientan ofendidos ante un brillante orador.

Creo que en la posibilidad de influir en el público, de captar su atención, intervienen muchos elementos que son independientes del contenido de lo que se dice. Si ya usted tiene autoridad, prestigio, confianza, el interés de las personas, además tiene las mejores condiciones para explicar algo, y puede decir cosas de cierta importancia, de una manera sencilla, entonces la gente lo atiende.

Otra cuestión a tener en cuenta es cuando uno mismo empieza a cansarse de lo que está diciendo, y se aburre y le parece a uno mismo que ya lo esencial está dicho, los problemas importantes, y que se está extendiendo innecesariamente. Cuando discursaba podía observar mi propio cansancio, y no el de los oyentes. Además, me ocurría otra cosa: me costaba  un enorme trabajo repetir las mismas ideas, decir algo hoy, ir mañana a decir casi lo mismo a otro lugar. Me parecía un fraude decir una cosa aquí y mañana lo mismo allá. Por fortuna conocí la época de los medios masivos, la radio, la televisión para millones de personas, y no la experiencia que padecieron muchos políticos, que tenían que pronunciar un discurso diez veces al día. Podía hablar diferente cinco veces, pero era raro, muy raro, que dijera las mismas cosas la segunda vez, la tercera..., de lo contrario me parecía que era algo que había oído. Para mí resultaba intolerable decir a unos las mismas cosas dichas con anterioridad a otros. El efecto que percibía era que estaba repitiendo lo mismo, lo cual me parecía un engaño. Fue mi impresión de siempre y evité totalmente tal desconcierto. Claro, cuando uno habla para millones de personas porque tiene la radio y la televisión, no se ve obligado a hacerlo en muchos lugares diferentes para decir las mismas cosas. Pero, cuando por una razón o por otra he tenido que hacerlo, me he explicado de distinta forma, con ideas y argumentos nuevos.

Cada contacto mío con una o más personas es un motivo de nueva inspiración, y lo hago así: explicando de la forma más sencilla lo que tenga que decir. Le hablaría exactamente igual al público con el cual estoy reunido, que a quien me dirijo cuando escribo una Reflexión. Para mí es una conversación en silencio, un discurso cercano, el tono de voz va en las palabras escritas. 

A veces, la cuestión se me hacía más difícil. Se podía hablar familiarmente con 100 o 1 000 personas en un teatro, incluso, podía hablar familiarmente con 4000 o 5000 personas; pero cuando uno tenía reunidos en un acto a 1 000 000 de personas, ya era un poco más difícil, si se perdía el contacto íntimo se creaba más distancia de la gente. Por eso a mí no me gustaba que las tribunas estuvieran alejadas de la masa, porque necesitaba ver de cerca aunque fuera una pequeña masa ahí, próxima, con la cual conversar. Me costaba más trabajo conversar en abstracto con una enorme multitud y necesitaba un poco la cercanía, percibir, ver los rostros, recibir la reacción de la gente a la que estaba hablándole.

Lograr la atención de 1 000 000 de personas, requería un esfuerzo y cierta técnica especial. Las circunstancias me obligaban a poner acento, a hacer énfasis, y tratar de buscar un efecto. Un discurso en una plaza pública delante de 1 000 000 de personas, puede salir bien y puede ser fluido, puede ser creativo y puede ser fruto de aquel encuentro, pero siempre será menos familiar que el hablar en un teatro con 5000 personas, entre otras razones porque usted tiene que hacer un esfuerzo físico mucho mayor ante 1 000 000 de personas.

No hay sistema de audio que sea suficientemente eficiente para que todos escuchen al mismo tiempo.

Muchas veces, cuando hablaba en la Plaza de la Revolución, decía una frase con energía y, cuando terminaba y guar daba silencio, continuaba oyendo mis propias palabras, el eco de los distintos altoparlantes, lo cual me obligaba a un ritmo y a un esfuerzo físico tremendo. Las circunstancias de un público tan grande, tan enorme, le quitaba un poco de familiaridad, de comunicación, de cercanía, e instintivamente, uno buscaba la técnica como apoyo, pero sin salirse nunca del principio de explicar lo que entendía con claridad, con sencillez.

Recuerdo ocasiones en que tuve que hablar casi 15 o 20 horas, casi dos días, era más difícil; en un informe como el del Primer Congreso del Partido, era toda la historia del país. Nunca lo olvido.

No recuerdo nunca haber visto un público que se me empezara a dormir, a cansar. Además, existía algo, cuando hablaba más tiempo era porque me resultaba imprescindible, debido a que abordaba temas o puntos no muy conocidos. Ahora escribo Reflexiones, algunas muy breves, otras más extensas, tal como el asunto y su complejidad lo exijan.

Considero que uno es siempre más libre cuando habla que cuando escribe. Pero algunos discursos escritos tienen la ventaja de que la técnica de escribir es distinta y la expresión puede llegar a ser más precisa, más exacta.

El discurso escrito tiene la ventaja, incluso, de la traducción simultánea. Es un riesgo muy grande hacer un discurso que no sea escrito, porque los traductores sufren; son cinco o siete idiomas. Es necesario, si usted quiere mayor precisión, mayor rigor, emplear menos tiempo, ser más exacto en las expresiones, entonces, hacerlo escrito.

En un discurso hablado usted va elaborando la expresión, las palabras, las oraciones mientras habla. Por eso, el discurso hablado es más tenso, porque usted está bajo una tensión mucho mayor, la del esfuerzo general para convertir en palabras todas las ideas y trasmitirlas. Cuando usted tiene un discurso escrito no hace más que leer, no tiene que pensar, no tiene que elaborar ideas, no tiene que buscar palabras, sino simplemente leer. Para el que tiene que ir a la tribuna es mucho más cómodo.

A mí me parece que en informes grandes, como son temas variados, siempre se puede lograr un interés en cada tema. En realidad, no es un discurso, son muchos discursos, y cada uno de ellos puede tener datos, cifras, que aporten un razonamiento y trasmitan también un sentimiento emotivo. Un informe grande como para presentar ante un congreso es una suma de muchos discursos.

Ahora, lo que he observado: al público le gusta mucho más el parto de las ideas, le gusta ver al hombre en ese momento de elaborar, le gusta esa batalla, el esfuerzo que hace, ver al hombre ante ese reto. Igual con un poeta, un cantante que improvisa, que tiene que elaborar, buscar la palabra, la idea, la rima, también al público le gusta ver al hombre en ese esfuerzo de crear, de expresar, de explicar algo. Además, tiene más con fianza en lo que se habla que en lo que se escribe, porque dice: «Bueno, eso lo escribió tranquilo y fríamente, por la noche, por la madrugada».

Si es un tema científico, por ejemplo, y usted lleva un discurso escrito, todo el mundo está pensando que alguien se lo hizo, un asesor, un experto. Si usted utiliza un razonamiento, una argumentación técnica, científica, si emplea datos, ellos creen que usted no sabe nada de tales datos y que está repitiendo como una cotorra lo que alguien le escribió para que dijera. Sobre todo, cuando usted se reúne con grupos profesionales, médicos, científicos, todos tienen la tendencia a creer que el político no sabe absolutamente nada de eso, ،que no sabe nada de eso! Entonces, no confían, no tienen fe.

Si usted conoce el tema y a mí no me gusta hablar de temas que no domino, la gente comprende inmediatamente que usted lo domina y que está diciendo cosas que conoce, que ha estudiado, tiene una influencia mucho mayor en la audiencia e, incluso, los profesionales, los técnicos, los especialistas en la materia, tienen la tendencia benevolente de admirarse de que aquel político conozca algo de lo que está diciendo.

Por otro lado, he visto muchas veces hombres públicos hablando, leyendo un discurso escrito, y adivino en el acto si el hombre sabe lo que está diciendo, si domina el tema o si no lo domina. A veces los asesores obligan a los hombres públicos a pronunciar vergonzosos discursos porque emplean un modo  de expresión que la persona que lo está pronunciando no tiene absolutamente nada que ver con ese vocabulario. He visto presidentes, destacados dirigentes, pronunciando discursos con un vocabulario que no tiene nada que ver con su léxico habitual, sobre temas, que se ve claro, que no tienen ningún dominio. Realmente, no me gusta nunca hacer eso. Si fuera a pronunciar un discurso en tales condiciones, diría: bueno, con la ayuda de los asesores, he elaborado algunas ideas sobre esto, sobre esto, sobre esto. Me costaría mucho trabajo hablar de un tema que no entendiera. Son los mismos principios que sigo en mis palabras escritas y publicadas en los diarios digitales y de papel en este tiempo. Si antes pronunciaba discursos como si sostuviera una conversación, hoy redacto las Reflexiones como si escribiera cartas a alguien cercano.

Nunca recibí clases de oratoria y lo aprendido fue sobre la marcha. La educación recibida en la enseñanza primaria estaba muy lejos de ser una educación integral, resultaba muy dogmática. La asignatura principal, desde luego, era Historia Sagrada, para nosotros muy apasionante.

La Historia Sagrada es un recuento de luchas, combates y guerras. El «Antiguo Testamento» es una historia de guerras. Me llamaba fabulosamente la atención, sobre todo, digamos, desde el Diluvio Universal en adelante: la construcción del Arca, los 40 días lloviendo, los animales en aquel ámbito mítico. 

Aquella historia, además, estaba escrita con imágenes. No solo se trataba de la narración de los hechos, sino de las ilustraciones que acompañaban las parábolas, las gestas, los relatos. Todo libro que recoge imágenes de los acontecimientos, despierta en los niños mucho interés. Del mismo modo pueden ser fotografías, paisajes, retratos, mapas o dibujos. La gráfica siempre ejerce una influencia grande en la imaginación del niño, es un método didáctico impresionante. Solo cuando somos adultos podemos trabajar a partir de conceptos e ideas abstractas.

Siento que no me hayan enseñado las historias antiguas de otros pueblos. En realidad, recibíamos una fuerte dosis de la historia antigua del pueblo hebreo y de sus leyendas, que siempre consideré, y todavía hoy las considero, magníficas historias, interesantes, fabulosas, pero estábamos muy limitados. Pudimos ser mucho mejor ilustrados.

Todas las experiencias vividas en mi infancia, como estudiante de primaria y secundaria, y a lo largo de toda mi vida, influyeron mucho en mi preocupación por la educación, y en todo lo que después concebí que debíamos hacer en esas materias.

Siempre me he interesado y preocupado por la ciencia y la educación, precisamente por no haber recibido una enseñanza científica. A lo largo de mi vida elaboré muchas ideas y puntos de vista críticos acerca de la educación que recibimos.  Ese análisis me ayudó a desarrollar muchas de las concepciones aplicadas después del triunfo de la Revolución. En nuestro país, la educación es uno de los campos donde más fabulosamente hemos avanzado. Todavía seguimos desarrollando ideas y conceptos nuevos relacionados con este campo. Pienso que en algún momento ulterior podremos hacer un recuento de toda la evolución de nuestro pensamiento en materia de educación.

Por ejemplo, la educación sexual, una de las materias considerada hoy de gran importancia para la formación de los niños y adolescentes, en las escuelas donde nosotros estudiamos era un tabú, un tema del cual no se podía ni siquiera hablar. Por lo tanto, la escuela que recibíamos era la escuela de la calle. A falta de una educación científica sobre tales asuntos, recibíamos la educación tradicional. Se daba la trasmisión oral de todas las ideas y de la escuela de la calle, rica y muchas veces llena de machismo y de prejuicios, de los cuales también estábamos imbuidos. Recuerdo que en una asignatura como Historia Natural, se estudiaban elementos de Botánica, Zoología. El origen de la vida, como se sabe, era bíblico totalmente, jamás se nos dijo una sola palabra sobre la Teoría de la Evolución. Darwin era un hombre maldecido, algo así como un señor muy profano. Debía estar morando en los peores sitios del infierno, sencillamente, por concebir y defender la Teoría de la Evolución; porque el origen único que podían tener la  naturaleza y la vida era el origen bíblico.

Siempre me interesó mucho la Botánica, la Zoología, las plantas, es decir, todos los elementos de las Ciencias Naturales.

Existían tres Geografías: una Geografía General, una Universal y otra de Cuba. La General empezaba por abordar el universo: los planetas, las estrellas, la Luna, el movimiento de traslación y rotación, ya se hablaba de la velocidad de la luz, y en Física, desde luego, un poco más adelante, se nos hablaba del sonido y de su velocidad. La Geografía Universal hablaba del universo y algunos de sus principios generales me interesaban extraordinariamente; la conocí por primera vez en quinto grado. Y ya en el Colegio Dolores me encuentro con la Geografía General, aquella geografía del espacio. Rápidamente se me prendieron todas aquellas nociones, fabulosas, algo increíble; entonces, estábamos muy lejos de los viajes espaciales. Sería en el año 1937 y se hablaba, como una ciencia ficción, de los viajes a la Luna, a Marte. Principalmente en los propios libros de lectura, y en el cine también, en algunas películas de ciencia ficción. Algo se hablaba ya del rayo láser porque algunas de las armas, los fusiles, las pistolas, eran armas que funcionaban con un rayo.

De las leyes y los fenómenos del universo, los astros y el espacio tuve conocimientos realistas desde bien temprano. Lo aprendí en quinto grado y no se me olvidó nunca más.

Puedo decir que todas las asignaturas me interesaban, aunque me parecía pesada la Gramática: sus leyes, nombres, pronombres, verbos, conjugaciones, reglas cambiantes impuestas por la Real Academia de la Lengua Española. Me cuesta trabajo adaptarme a los cambios de letras y acentos determinados por la Academia. No estoy seguro de que llegara a estudiarlas con la debida profundidad, sin embargo, recomiendo a maestros y alumnos prestar a la Gramática la atención que yo no pude en mis azarosos años escolares.

Katiuska Blanco. Comandante, no pongo en duda que considerara densas las gramáticas de los distintos idiomas porque ciertamente lo son; pero, a pesar de ello, las aprendió muy bien. Usted escribe en español con pulcritud, con apego a la sintaxis y la concordancia, y lo más difícil: consigue armonía entre la forma y la esencia; idea y belleza ensartan sus palabras.

Fidel Castro. Aprendí las reglas de ortografía, dónde iban los acentos, sé perfectamente el uso de la v corta, de la b, todas las reglas posibles, aunque al final hay palabras que escapan a toda regla, es cuestión de recursos nemotécnicos saber cómo se escriben. Desde luego, no estoy siempre absolutamente seguro de no cometer algún error con alguna palabra. En tales casos de duda me auxilio del diccionario o, si tengo a alguien muy erudito cerca de mí, resuelvo mis dudas haciendo alguna pregunta sobre la ortografía de una palabra. Suelo tener buena ortografía, pero no puedo garantizar ciento por ciento que no  cometa alguna falta. Me cuesta trabajo, y hasta me niego a quitarle la p a la palabra septiembre, y si la Academia me obligara un día a quitar la h a la palabra bahía, me rebelaría contra ella.

En el Colegio La Salle nos pusieron a aprender temprano los elementos del francés, y en el colegio de los jesuitas, aprendimos a estudiar inglés. Desde luego, cuando estudiaba la Gramática Inglesa la percibía mucho más sencilla y mucho más fácil: las conjugaciones de los verbos, la dificultad estaba solamente en la tercera persona del singular, en que había que añadir una modesta «s», los adjetivos eran neutros; empecé a ver un idioma un poco más práctico, más técnico, más sencillo.

En el francés teníamos todos los problemas de las conjugaciones, y algo que no teníamos en el español, su pronunciación. En el inglés existen más facilidades para las conjugaciones en las oraciones. Sin embargo, también resulta un gran problema la pronunciación porque pensé, pienso y seguiré pensando siempre que la fonética inglesa es ilógica y, además, ininteligible, estoy por completo convencido de ello. Al fin y al cabo me quedo con el idioma español, a pesar de su ortografía y de sus verbos, porque sencillamente es un idioma con mucho de lógica, y cada letra tiene un sonido, como creo que debieran ser todos los idiomas, no solo el español, sería mucho más fácil y no tendríamos los problemas de la pronunciación.

Cuando estudié la Biblia aprendí que el origen de los idiomas estaba en el intento loco de los hombres de construir una torre de Babel para llegar al cielo. Ahora me doy cuenta de que mucho antes de que en la Comuna de París y en los tiempos modernos los comunistas quisieran alcanzar el cielo, ya los hombres, desde la época bíblica, lo habían intentado construyendo una torre, por culpa de la cual se decía que surgieron los idiomas como castigo de Dios para crear la confusión entre los hombres. Aunque creo que no habría hecho falta inventar los idiomas para crear confusión entre los hombres porque muchas veces, hablando el mismo idioma, los hombres están confundidos y, en otras ocasiones, hablando distintos idiomas, los hombres se entienden. Pero bueno, aquella fue la primera noción que tuve del origen de los idiomas. Ya para mí era muy sencillo todo. Después que estudié la Biblia, sabía cuál era el origen, no solo el origen de la vida, sino el supuesto origen de los idiomas. Pasé trabajo con las pronunciaciones y con la Gramática, pero, a decir verdad, no tenía malas notas en las asignaturas de idioma y no me desagradaban.

Recuerdo que mientras estudiaba en el Colegio Dolores escribí una carta a [Franklin Delano] Roosevelt en inglés, una buena prueba de mis grandes avances en ese idioma y, sobre todo, de mi gran atrevimiento, de mi gran audacia al tomar la decisión de cartearme con Roosevelt, para mí uno de los personajes más famosos y prestigiosos en aquella época. No me acuerdo bien, pero creo que le hice dos cartas.

Yo creo que esto coincidió con el inicio de la guerra, en 1939. Nos enseñaban inglés, no sé si en quinto, sexto o séptimo grado; fue en tal etapa. El habla inglesa era considerada la segunda lengua y no creo que fuera negativo. Sin que podamos evitarlo, el inglés es un idioma muy importante, resultado del colonialismo y del imperio británico.

Le hice dos cartas a Roosevelt: en una primera ensayaba mi inglés y lo saludaba. En primer lugar, los norteamericanos eran mirados siempre con respeto, incluso, se les presentaba como a los que nos habían traído la independencia. En esto se mezcla una tergiversación de la historia, ،increíble!, y no se mostraban los hechos objetivos.

En Historia nos enseñaban que los grandes benefactores de Cuba eran los norteamericanos, cuando realmente nosotros nos convertimos en una neocolonia económica, cultural y política de Estados Unidos. A pesar de que mis profesores eran españoles, porque entonces estudiaba en Dolores, ellos se adaptaban en tal sentido a la línea oficial, es decir, respetaban los programas escolares y la historia oficial del país. Andaban más preocupados por otros aspectos, no propiamente por el político en sí, sino el religioso. Yo diría que se interesaban por el sistema social en su conjunto, para que no cambiara. Estudiar inglés no estaba en contradicción con el sistema social imperante. Las clases sociales dominantes y todos los factores que se movían dentro de aquel status quo, no estaban en absoluto contra el sistema social existente. Pudiéra mos decir que nuestros profesores jesuitas por entonces eran de derecha, no de izquierda; tampoco pertenecían a la Teología de la Liberación, que aún no existía. Eran bien derechistas. Ya había tenido lugar la guerra de España, ellos eran jesuitas, y casi todas las órdenes religiosas estaban, como regla, al lado de los que llamaron nacionalistas españoles, al lado de Franco y contra la República, a la que calificaban de roja, de comunista y otras cosas.

En aquel tiempo nos decían que los republicanos eran comunistas, rojos, aliados de la Unión Soviética. En general, era la República española y la democracia española frente al fascismo. Pero, en realidad, más bien todos estos sectores religiosos en España estaban al lado del fascismo por distintas razones: por su anticomunismo, entre otros factores.

Si ellos iban a criticar a los norteamericanos no los iban a criticar por ser derechistas, sino en todo caso por ser antifascistas. Pero bueno, ya se había desatado la Segunda Guerra Mundial y, a decir verdad, Roosevelt, aunque no estaba en guerra, contaba con simpatía dentro y fuera de Estados Unidos. Ya el hecho de ser norteamericano le daba cierta simpatía. Pero, realmente, [Franklin Delano] Roosevelt para América Latina fue un presidente progresista frente a los anteriores gobiernos republicanos, que aplicaban la diplomacia del gran garrote, de las cañoneras, de [Teodoro] Roosevelt, el que intervino en Cuba en la última Guerra de Independencia e impuso la Enmienda Platt. Franklin D. ensaya otra política, la del buen vecino, una política más paternalista hacia América Latina. Además, asume la presidencia de Estados Unidos [en 1933] durante la gran crisis de los años 30.

En aquellos años, 1932, 1933, a raíz de la gran crisis económica del capitalismo en Estados Unidos, había una crisis tremenda en Cuba y en América Latina, época de sufrimiento, hambre y pobreza, bajos precios del azúcar. Roosevelt llevó a cabo una política anticrisis, apoyándose en el principio keynesiano de elevar la capacidad adquisitiva de las masas. La recuperación de la economía de Estados Unidos después de la gran crisis de los años 30 fue acompañada de cierta recuperación económica también de los países latinoamericanos.

Cuba tenía una dependencia económica total de Estados Unidos su producción fundamental era el azúcar, el mercado principal estaba allí, casi todas las empresas eran norteamericanas, las azucareras, las de servicios públicos, los ferrocarriles, la electricidad, los teléfonos, las minas, los grandes latifundios, cuando la economía norteamericana empezó a mejorar, ocurrió lo mismo con la economía cubana. Fue saliendo poco a poco de una situación catastrófica a otra menos dramática. Mejoran los precios del azúcar y eso se atribuye a la política de [Franklin Delano] Roosevelt.

En 1934, formalmente, se liquida la Enmienda Platt, que le daba derecho a Estados Unidos a intervenir en Cuba, donde existía un sentimiento de rechazo muy grande a aquella prerrogativa estadounidense. No necesitaban, además, ninguna enmienda para intervenir en cualquier país.

Yo, que no sabía nada de política, simpatizaba con aquel Roosevelt de rostro noble y voz cálida, que era inválido y se movía en una silla de ruedas. Era una especie de héroe en nuestro país. Entonces, a mí, que estaba estudiando inglés, se me ocurrió escribirle una carta a Roosevelt cuando tendría 13 o 14 años, cursaba, creo, el sexto o séptimo grado, me parece que fue antes de Pearl Harbor. Estaba en el Colegio Dolores y estudiábamos inglés usando un texto llamado La familia Blake, que nos enseñaba sobre la vida de una familia: casa, comedor, comida, escuela, madre, padre, hermanos. Estábamos estudiando el dinero, y se me ocurre solicitarle a ten dollar bill green. Hablé del hierro de los Pinares de Mayarí para construir acorazados y otras cosas por el estilo.

Fue un desafío a mi inglés porque yo mismo redacto la carta de acuerdo con el inglés subdesarrollado que se nos impartía. Lo hago sin participación de nadie. Hice la carta y la eché en el correo. Al poco tiempo se escucha un gran escándalo en la escuela y digo: «¿Qué es lo que ha pasado?». Me responden que Roosevelt ha contestado la carta. En realidad no fue él sino un departamento, una sección de la embajada que, como norma habitual de cortesía, respondía las cartas, decía que ha recibido la mía enviada al presidente y daba las gracias. Aquello se convierte en un gran acontecimiento. Ponen en un cuadro la respuesta de Roosevelt, o la de los representantes suyos, a mi carta. Fue un fenómeno que yo le hubiera escrito a Roosevelt y que me hubiera contestado porque representaba un honor, una gloria para la escuela. Muchos años más tarde, en Estados Unidos, donde se guardan todos los papeles, alguien buscó y publicó la carta. Algunos dicen que si Roosevelt me hubiese enviado los diez dólares, yo no le habría dado tantos dolores de cabeza a Estados Unidos. Hace muy poco tiempo publicaron el facsímil en la página web de la BBC; creo que cuando cumplí los 80.

Lo cierto es que recibí respuesta y me convertí en la escuela en un personaje importante que se carteaba con Roosevelt. Era un adolescente y casi me estaba ofreciendo para combatir en la guerra. Había en Cuba una especie de patriotismo cubano y norteamericano. Era la educación que se daba a los niños de la burguesía cubana. ،Qué suerte la mía por haberme librado de tanta ignorancia! Pienso, sin embargo, que Franklin Delano Roosevelt fue, como Abraham Lincoln, uno de los pocos presidentes de Estados Unidos dignos de consideración y respeto. Tal vez no habría desatado nunca la Guerra Fría. Supo desarrollar buenas relaciones con la URSS.

Ya desde la primaria me atreví a escribir una carta en inglés y, luego, conseguí también hablar bastante en ese idioma. De vez en cuando leí algún libro en inglés, de vez en cuando  hice un esfuerzo por mejorar mi vocabulario porque me interesaba, no tanto para hablarlo, comprendo que no es tan fácil pronunciarlo, sino para leerlo y tener acceso a los libros en inglés, tomando en cuenta que la inmensa mayoría de los libros están escritos en esa lengua y, en realidad, comprendo también su importancia como idioma y como medio de comunicación internacional. En lo personal pienso que algún efecto psicológico nocivo causó la pugna con los presidentes de Estados Unidos y dejé de hablarlo. También influyeron la falta de contactos, relaciones y de ocasiones para practicarlo. En un tiempo practiqué el inglés leyendo dos o tres biografías de Lincoln, un material que conozco, con ayuda de un diccionario, llevando el recuento de una serie de palabras y términos. Requería un esfuerzo sistemático que no he podido hacer con frecuencia y, a decir verdad, como tengo el privilegio de mandar a traducir los documentos e, incluso, libros, me he quitado la obligación de hacerlo personalmente, lo cual me ha facilitado el trabajo pero disminuido mis posibilidades de mejorar el idioma.

El imperio británico primero y el norteamericano después, fueron las causas de que el idioma inglés se haya convertido en un idioma universal. A veces digo que la única cosa útil que a muchos países nos dejó el colonialismo fue el idioma porque nos ofreció un medio de comunicación con otros países. Es una de las muy pocas cosas positivas que nos dejó el colonialismo. 

Sin duda, el inglés es el más universal de todos los idiomas. He luchado mucho en Cuba para que nuestras antipatías con relación al colonialismo y al imperialismo, en especial al imperialismo norteamericano, no se traduzcan en un abandono del estudio del idioma, y he tenido que defenderlo para que no se descuide su estudio. Paradójicamente, he tenido que ser defensor del mantenimiento y del desarrollo de los conocimientos del inglés, puesto que entiendo y diría que cada compatriota, cada científico, cada médico, cada técnico, además de su idioma, debe conocer el inglés y, si es posible, aunque sea mucho más difícil, conocer el ruso, el francés y otros idiomas.

No se le puede negar al idioma inglés su carácter universal, por lo tanto, es un idioma que debe ser estudiado. Creo, además, que es un idioma que se presta para la ciencia y la técnica, por ser bastante concreto y preciso. Tengo la impresión de que para los estudios científico-técnicos no conozco el alemán ni el ruso, del alemán me aterrorizan las palabras interminables que se construyen sumando un concepto con otro, el idioma inglés, indiscutiblemente, es un medio adecuado de comunicación, y tengo presente que casi todos los libros más importantes de ciencia y técnica, de economía, incluso de literatura, que se escriben en Japón, Francia, Italia, España, Rusia, Alemania y China, y de otros muchos países se traducen inmediatamente al inglés. En ocasiones, me encuentro con el hecho de que muchos valiosos libros de literatura, de historia, de ciencia están escritos en inglés y no en español.

Katiuska Blanco. Soy testigo de su memoria prodigiosa, pero esa capacidad, ¿es natural o entrenada?

Fidel Castro. Gané cierta fama de tener mucha memoria, lo cual me gustaría reafirmar y ratificar. Creo que tenía una buena retentiva, como la tienen muchas personas, sobre todo, para las cosas que me interesaban. Todavía tengo buena memoria para los asuntos que me interesan. Si no me interesan, puedo olvidarlos inmediatamente. Me pueden dar un teléfono y se me olvida, un nombre un poco extraño, igual; pero si es un tema de mi interés, me lo dicen una vez y puedo recordarlo durante mucho tiempo. En tal sentido, las materias que me importaban las recordaba fácilmente. Con un esfuerzo era capaz de retener las materias que no me interesaban mucho.

Por ejemplo, la Anatomía en el segundo año de bachillerato, tenía que estudiar no solo los músculos, también los huesos. No existían láminas de cómo estudiar los huesos, todo eran definiciones escritas y, lo peor, sin un hueso; o tal vez el profesor utilizó algún libro cuando dictaba sus clases, pero posiblemente yo no le prestara mucha atención. Cuando debía estudiar los huesos para el examen, tenía que hacerlo a pulso: las costillas, el cúbito, el radio, la tibia, el peroné, los dedos, las manos, la cabeza, el frontal, el occipital, el parietal, la clavícula, la cadera ¿Y qué tenía que hacer?, recordar unas definiciones abstractas y enhebrar algunas palabras: la pequeña protuberancia interna de la cara anterior o posterior de la extremidad superior del hueso.

Cuando llegaba la hora de ir a examen y no disponía de una lámina ni de un hueso ni de un profesor que me explicara lo que yo debí haber aprendido cuando daba la explicación y yo andaba pensando posiblemente en otra cosa, tenía que aprenderme todas las definiciones del hueso, pedazo por pedazo, protuberancia por protuberancia, arista por arista, orificio por orificio; los incidentes y accidentes del hueso.

Cuando me encontraba ante una tarea así, no me quedaba más remedio que hacer uso de la imaginación, forzar las células del cerebro y quedarme con las definiciones de memoria. Pero no era fácil, tenía que darle dos, tres y hasta cuatro lecturas y romperme la cabeza, imaginarme un hueso, fabricarlo, construirlo para saber lo que era. Al final me sabía los huesos, pero en abstracto, y para qué sirve realmente conocer los nombres de los huesos del organismo, si uno no va a ser médico; aunque comprendo que es bueno que cuando a uno le dicen que se ha partido un hueso o que alguien se ha quebrado uno, usted sepa más o menos qué hueso es y dónde está.

Si era un libro de Historia de Cuba, Universal o Sagrada, de Geografía: sobre los astros, la naturaleza, si se decía que la Luna está a más de 300 000 kilómetros de la Tierra y el Sol dista 150 millones de kilómetros de la Tierra, nunca lo olvidaba. La primera vez que leí eso nunca más lo olvidé: o que la  luz viaja a una velocidad de 300 000 kilómetros por segundo, la misma velocidad de las ondas de radio, ese dato no se me olvidó nunca; o que la Tierra da vueltas alrededor del Sol, y la Luna alrededor de la Tierra, y a su vez existen los planetas y las estrellas, y que la estrella más próxima está a cuatro años luz, tenía que conocerlo o estudiarlo una sola vez y ya no se me borraba nunca más. Cuando las cosas las veía, las entendía, las comprendía, eran ideas y conceptos razonados, bastaba con que los leyera una vez, si acaso dos veces. Y hoy me pasa exactamente igual.

En la Geografía: las características de los ríos, los valles, las montañas, las mesetas, los cabos, las bahías, los golfos, los puertos, las islas, las capitales de cada uno de los países, los Estados. En aquella época no existían tantos países independientes, eran unas cuantas decenas, y uno sabía más o menos dónde estaban y cuál era la capital. Hoy es más difícil, porque hay casi 200 países, hay que saber dónde está cada uno de ellos, cómo es, dónde está la capital, quiénes son sus dirigentes, qué sistema político rige en cada uno.

En aquella época aparecían unos mapas con el territorio inglés en rojo; en amarillo, el francés; en verde, el español; todo aparecía en colores, con el Imperio del Sol Naciente, que ya ocupaba una parte de China. No era muy difícil la geografía, pero eran temas de mucho interés y podía estudiarlos todos sin problemas, se me grababan perfectamente bien en la me moria. La Geografía, la Historia, las Ciencias Naturales, las leía una vez, dos veces, tres veces, según el tema, según la cantidad de datos, según la terminología.

En general, tuve que ser autodidacta, no era un alumno que prestara mucha atención al profesor. Como regla, no tuve profesores que hubieran captado mi atención o me dejaran maravillado con sus explicaciones, con lo cual me habrían ayudado muchísimo. Como resultado, cuando llegaba el momento del examen debía estudiar por los textos, aunque reconozco que algunas materias me interesaban más y les prestaba más atención en clase. Tenía profesores que lograban captar más la atención del alumno, y en esos casos me resultaba muy fácil, pero en otros, tenía que estudiar por mí mismo.

Más adelante, no solo debía estudiar por mí mismo la Anatomía, sino también, la Física, la Química, la Matemática, la Biología, la Geometría, asignaturas y temas complejos, los teoremas, por ejemplo. Me bastaba el libro de texto con toda la teoría. Cuando estaba cerca el examen, parece que se me excitaban las neuronas del cerebro y entendía perfectamente la Geometría, la Biología, la Matemática, la Química y la Física, por los libros de texto o por las conferencias.

En verdad puedo decir que todo el tiempo que asistí a clases lo perdí. Habría que sacar la cuenta de cuántas horas pasé en clases sin saber lo que el profesor estaba diciendo. La imaginación mía era capaz de volar por todas partes. Siempre me gustaba inventar juegos, conversar con los vecinos o pensar en otra cosa. Pensaba en todo. Desde muy temprano, de vez en cuando, pensaba en las muchachas, un amor platónico, algunas novias platónicas. A veces, me enamoraba de personas que eran mayores, como la joven Rizet Mazorra Vega, la hija del comerciante español de la casa en que vivía. No me podía atrever a decírselo, porque no me habrían hecho ningún caso, me hubieran dado un coscorrón, cualquier cosa hubiera podido pasar. Tenía una cierta tendencia romántica desde muy temprano. Ese es un elemento que estaba siempre presente.

Pero la fantasía mía también iba hacia la historia, los acontecimientos, las guerras. En la Biblia lo primero que me enseñaron fueron contiendas, guerras, epopeyas. En Historia Sagrada, se pasaron todo el tiempo hablándome de guerras, y yo también era un guerrero que participaba en todos esos combates. Claro, no en clases, me ponía a pensar en mil y tantas cosas: en el deporte, en el juego de básquet, en el fútbol, en el mar, en la pesca, en una muchacha, en toda clase de cosas. Cuando estaba en las clases, o estaba jugando o inventaba un juego de estos con la letra, el número de guerras navales mediante los cuadritos. Yo trataba de jugar con el de al lado o con el de atrás. Todo eso podía pasar.

Más adelante, ya pensaba mucho en los deportes, en las competencias, en todo tipo de cosa. Lo peor era cuando me ponían a estudiar obligado. Estaba en quinto grado cuando me obligaban a estudiar dos horas por la noche, encerrado en un cuartico caluroso con un libro de Geografía, de Historia, de Matemática, de Gramática o de cualquier cosa. A mí me gustaba inventar juegos, y yo mismo hacía unas peloticas de papel, organizaba ejércitos, los ponía a combatir unos con otros, los movía por aquí, por allá, al azar. Fabricaba juegos de ese tipo, que creo que todos los muchachos lo habrán hecho. Entonces sí tenía que emplear bastante la fantasía porque era una hora, hora y media que me encerraban para que estudiara y yo no estudiaba nada. Perdieron el tiempo en la casa del comerciante español donde viví esa experiencia.

Si me hubieran dado buenos libros y no me hubieran obligado, desde muy temprano habría podido leer una enorme cantidad de textos, pero tenía que invertir el tiempo en inventar juegos y en la manera de entretenerme de cualquier forma. Así que la fantasía la empleaba de distintas formas, según la clase, en otras ocasiones.

En el aula había cierta vigilancia, había más problemas, pero era peor cuando me quedaba solo una hora u hora y media conmigo mismo, encerrado en un cuartico, y ya no tenía muñequitos que leer ni a nadie que ver, lo que tenía era que inventar cosas para pasar el tiempo. Por eso digo que tenía una imaginación incansable, podía pasarme toda la clase sin darme cuenta. Pero eran muchos temas, muchas cosas en las que pensaba. 

Había un campeonato muy importante. Entonces, me pasaba el tiempo pensando en el próximo partido de básquet o el próximo juego de béisbol que tenía, quiénes eran, cómo eran, cuánto iba a batear, cuánta gente iba a ponchar, cuántos goles iba a meter, qué tiempo iba a hacer. En épocas de deporte dedicaba bastante tiempo a todo eso. Y siempre había alguna muchachita, algún amor platónico. En fin, no se sabe el tiempo que perdí asistiendo a clases, y luego tuve que estudiar todas las materias por mí mismo; aunque algunas clases las atendí, no quedaba más remedio, como las de inglés, para conocer las palabras y su pronunciación.

Sin embargo, estoy convencido, y es lo que aconsejo a los estudiantes, que no se debe perder el tiempo en las clases. Atender al profesor es una ayuda extraordinaria, aunque existan textos impresos, aconsejo a los estudiantes leerse el libro completo antes de recibir la clase, hacer una exploración por la materia, prestar atención en clases y dedicar el tiempo a consolidar los conocimientos y a ampliarlos. Es lo que yo haría si tuviera la experiencia de ahora, porque me habría ayudado extraordinariamente.

Fui capaz de resolver los problemas y sacar buenas notas, a veces excelentes notas, pero no aproveché bien mi tiempo. Creo que se pasa más rápido el tiempo escuchando al profesor y discutiendo con él. Se asimilan más las lecciones de una clase teniendo noticias previas sobre el material que le están expli cando, y se les sacaría mucho más provecho a los años escolares utilizando así el tiempo, dedicando el resto a consolidar y ampliar los conocimientos. Por lo tanto, lo que hice merece mi más severa autocrítica y no se lo aconsejo absolutamente a nadie, todo lo contrario.

Pienso que los maestros deben tener la suficiente habilidad técnica para captar la atención de los alumnos y deben cerciorarse de que todos estén atendiendo en la clase y no pensando en otra cosa, por la fantasía tremenda de los adolescentes. Considero antinatural y casi como un castigo sentarse durante cuatro horas por la mañana, más cuatro horas por el mediodía, y dos o tres horas al atardecer o en la noche, en un aula, a la edad de 10, 11, 12, 14 años porque el hombre no evolucionó, realmente, en su naturaleza biológica, para estar 10 o 12 horas sentado a esa edad; por lo tanto, es muy importante también combinar el estudio con el trabajo, con el deporte, con las actividades físicas y la exploración.

Desde luego, la escuela donde estudié estaba muy lejos de ser la escuela ideal, y yo tampoco en aquel tipo de escuela era el estudiante ideal. Pero estoy convencido, por completo, de que hubiera podido ser totalmente conquistado por profesores capaces, en un tipo adecuado de escuela. No hay duda de que las escuelas como las nuestras de una gran diversidad combinatoria: estudio-trabajo-taller-servicio social-deportes me habrían gustado mucho porque me parecen más naturales. 

El problema no es el número de horas que usted obligue a un alumno a estar sentado frente al profesor y frente a la pizarra, sino la calidad de la enseñanza, la intensidad con que usted utilice dichas horas y las combine, para mantener siempre una sed de conocimientos, una ansiedad de conocimientos. Me parece que el tipo de escuelas cárceles que conocí, de escuelas de tortura, no eran para mí ni para ningún otro muchacho el tipo ideal de institución. En tal sentido, en la Revolución hemos tratado de crear el tipo de escuela ideal y hemos trabajado mucho por disponer de las mejores instituciones y los mejores profesores.

Como yo no era un muchacho especialmente terrible ni muy indisciplinado, no era tan distraído, creo que lo que ocurrió es que mi carácter y mi manera de ser chocaba con el tipo de escuela. Pero aún así, si hubiera tenido buenos profesores, habría aprovechado mejor el tiempo.

Existe una leyenda de que me aprendía la página de un libro con leerla una sola vez, y que luego la arrancaba, pero ¿qué ocurrió realmente? Estaba en el bachillerato, a pesar de que prestaba poca atención a clases mis notas eran muy buenas; hacía deportes y, después, en la fase final estudiaba muy duro, incluso, disminuía las horas de sueño y, como resultado, sacaba buenas notas. Los exámenes eran en el instituto porque, aunque yo estaba en una escuela privada, el programa era el mismo de las escuelas públicas. Mis notas eran muy buenas,  en no pocas ocasiones por encima de las alcanzadas por los alumnos que ocupaban los primeros lugares. Tenía como un honor lograr buenas calificaciones.

Un día, cuando cursaba el primer semestre, hago un examen más o menos bueno y me dan 60 puntos, el mínimo necesario para aprobar, en una asignatura llamada Cívica, de aquel programa que incluía: Lógica, Psicología, Filosofía, Economía Política. Belaúnde San Pedro era el profesor de aquellas asignaturas en el Instituto del Vedado como ya señalé, y autor de los correspondientes libros de texto que los estudiantes debíamos adquirir. Cada libro de estos respondía a un programa, eso no es malo si el texto es bueno, pero, posiblemente, las ganancias del profesor como autor de libros eran mayores que las percibidas como maestro. El libro grueso, de muchas páginas, no sé si 400 o 500, abarcaba mucha materia y, a mi juicio, las respuestas eran pobres, muy abstractas.

Viene entonces el segundo semestre, fin de curso. Acostumbrado a sacar buenas notas, estaba molesto por la calificación baja. Me preguntaba por qué este hombre me ha dado 60 puntos si había respondido más o menos bien. Cuando llegó el momento de estudiar esa asignatura, dije: me la voy a estudiar de memoria, al pie de la letra. Eran unas 300 páginas, debí de haberlas leído como cuatro veces, tal vez cinco. Estábamos más o menos al final del curso: leía la primera vez, la segunda, la tercera, en la última ocasión ya me sentía rabioso con el  profesor, con la asignatura y con todo el mundo.

Estaba por allá por un campo de fútbol, por la tarde, leyendo debajo de unos árboles, y cuando le di la última leída al libro fui arrancando página por página, como una reacción de dignidad. Me sabía de memoria las 300 páginas, todavía me acuerdo de algunas, por ejemplo:

«Cuando en un pueblo brotan potentes los ideales de nacionalidad y pugnan por emanciparse de las tutelas que estorban a su libertad de autodeterminarse políticamente, pronto se ven plasmados sus anhelos en una enseña que los simboliza y esa enseña es la bandera».

Todo eso para decir lo que era la bandera, ،qué manera de decir qué es una bandera!, ،qué cosa horrible era aquella asignatura!, y yo: ،Ra!, ،ra!, pero no en la primera leída, eso fue como en la quinta leída, cuando debí saberme la asignatura al ciento por ciento. Podía sacar sobresaliente con tres lecturas, ya con cuatro podía sacar 100, pero para saberme todos los detalles, cinco lecturas. Llevaba el ritmo, de 20 a 30 páginas por hora, entonces decía: 300 páginas, de 10 a 15 horas; tres lecturas, tres o cuatro días. Aquella vez sentí desprecio por el profesor, por dicha asignatura de letras. Pero yo no hacía eso todos los días, porque no tenía por qué romper los libros.

Tal es el origen real de la leyenda. Parece que la gente me vio antes del examen arrancando y botando hojas, y ahí quedó la leyenda. 

Al final fui a examen, me pusieron las preguntas, no sé cuántas eran, las contesté al pie de la letra y me dieron 60 puntos otra vez, la misma nota. No leyó el examen, el hombre no tenía tiempo de leer los exámenes. Le escribí al pie de la letra lo que él decía en el libro, como si tuviera el libro delante y lo estuviera leyendo, y me dio 60 puntos. Mira cómo era la gente en el pasado de nuestro país.

¿Qué es lo que hacía aquel hombre? Tenía un programa para hacer el libro y él debía llenarlo, mientras más basura hablara, más tonterías escribiera, más disparates dijera, más grande fuera el libro, más caro se vendía, más dinero ganaba y más trabajo para nosotros. Todas esas cosas absurdas las viví. He sido víctima de aquel terrible, increíble sistema de educación existente en el capitalismo. Pero ya lo he aseverado otras veces me estoy desquitando históricamente, me estoy vengando cabalmente con el esfuerzo hecho en la educación, que ha colocado a Cuba en uno de los primeros países del mundo en tal campo y no estamos más que a mitad de camino, la educación será cada vez de más, más y más calidad. He tomado cabal venganza histórica de lo que tuve que sufrir con toda aquella enseñanza, aquellos profesores y aquellas cosas.

En la experiencia personal de todo lo que viví, sufrí y padecí está la esencia del interés absoluto, enorme que tengo en la educación y los esfuerzos realizados por la educación, porque no quiero que nuevas generaciones de jóvenes en este país  sufran lo que sufrí, y ojalá sea posible en otros lugares, otros países, aunque algunos, desde luego, no tienen ni escuelas ni profesores ni libros ni libretas, no tienen absolutamente nada.

Por cierto, fue una experiencia dura. La conocí en la escuela pública y en la privada, secundaria y en la universidad. Sé de memoria los problemas de aquel sistema de educación.

Así que existe una explicación objetiva, clara, de la leyenda que no quiero cultivar, aunque me convendría decir: sí, los libros me los leía una vez. No tengo una memoria de esas fotográficas que se le queda todo grabado al pie de la letra. Ahora bien, si me da un dato que me interese, no se me olvida, y basta con que lo vea una sola vez para retenerlo mucho tiempo. Por ejemplo, me da un dato sobre cualquier índice de salud pública en el país, de mortalidad infantil, sobre la economía, el desarrollo, el crecimiento, las producciones, los índices fundamentales, los veo una vez y no se me olvidan. Conozco así todos los datos generales de la economía del país.

Tampoco almaceno en la cabeza datos inútiles. Hago una selección de los que, a mi juicio, tienen interés e importancia, los retengo perfectamente y eso me ayuda cuando tengo que hacer un análisis. Entonces, basta con que sienta interés y sepa de qué se trata el asunto, puede ser suficiente una sola mirada para que retenga los datos. En ocasiones, si acaso, con un segundo repaso muchos se me quedan y todavía los recuerdo.

Sería difícil que ahora me pudieran obligar a estudiar en abstracto las definiciones de los huesos. Me parece que ya con el nivel de autonomía que tengo, de independencia y de libertad del que disfruto, no habría nadie que me obligara a aprender de memoria los huesos otra vez. Eso lo pudieron hacer conmigo cuando tenía 14 o 15 años, pero ya nadie podría nunca más obligarme a estudiar esos huesos. Ahora, también yo me administro: leo, estudio, aprendo y retengo lo que me interesa.

 

 
 
 
 

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