contáctenos

Árabe

عربي

       Nabil Khalil PhD Sitio Web - Versión en Español

 
 
 
 

 

 

 

 

 

 

 

 Fidel Castro Ruz Guerrillero Del Tiempo-Capítulo 18.

 
 
 
TOMO II

07Sereno desafío, militares pundonorosos, reencontrarse con Raúl, muy alta la moral, doctrinas del Maestro en el corazón, «¡Condenadme, no importa, la historia me absolverá!», rumbo al Presidio en la Isla de Pinos, principio y final de la soledad

 

Katiuska Blanco. Comandante, ¿cómo fueron las primeras horas en el vivac de Santiago? Imagino la tensión del momento, podría definirse como dramáticamente abrumador y, sin embargo, lo concibo a usted exteriormente impasible, en lo interior indignado. ¿Cómo percibía la realidad circundante? ¿Qué hizo? ¿Cuál fue su actitud? ¿Cuál era su estado de ánimo?

Fidel Castro. Siempre recuerdo los pensamientos que se apoderaron de mí durante las primeras horas. Sabía que los soldados de Batista estaban preocupados, inquietos con el hecho de que el teniente Sarría me hubiera llevado para el vivac, un lugar, por cierto, muy céntrico de Santiago de Cuba, cuando ya la población sabía que yo estaba allí encarcelado, por eso se les hizo más difícil llevarme al cuartel Moncada. Ellos tenían el cargo de conciencia por la masacre; por todas partes se hablaba de los crímenes que habían cometido, quizás para los principales jefes en aquel momento era más conveniente que yo estuviera vivo, podía servirles de argumento para rechazar las graves acusaciones de que eran objeto.

Entonces, el principal responsable por el asesinato de mis compañeros en el Moncada, Alberto del Río Chaviano, se presentó en la oficina del vivac para interrogarme. En aquel interrogatorio, un fotógrafo, no sé si con intencionalidad o por pura casualidad, captó una imagen que se convirtió en un símbolo, porque justamente detrás de mí se veía un cuadro de nuestro apóstol José Martí. Hay que imaginar lo que eso significaba para los patriotas cubanos que luchaban contra la tiranía. Aquella imagen terminó siendo casi una bandera tiempo después, porque nosotros en el juicio habíamos señalado al Maestro como el autor intelectual del asalto al Moncada. Él nos había inspirado en el primer centenario de su natalicio para ir al combate con el fuego y la luz de las antorchas que habíamos portado en enero de 1953 desde la Universidad hasta la Fragua Martiana, el lugar donde se forjó a la edad de 16 años su temple de hombre firme y enérgico, que lo acompañó a lo largo de su corta vida.

Del interrogatorio recuerdo, como aspecto principal, que esclarecí la responsabilidad de nuestro Movimiento en los hechos, y desmentí la idea de que Prío y los auténticos tuviesen alguna implicación: no habíamos concertado acuerdo ni acciones con ellos; no recibimos fondos, recursos ni armas que proviniesen de ellos. Explicamos en qué consistió la organización del ataque y asumí la máxima responsabilidad por todo. Para mí no fue difícil, conocía muy bien lo hecho y mi interés esencial radicaba en definir nuestra posición política, lo que argumenté ampliamente en el juicio. Claro, tampoco debía facilitar el trabajo de nuestros enemigos, pero ya tenían mucha información. Todo lo que no se sabía lo callé, y de lo que se conocía hablé profusamente, di los detalles, punto por punto: la adquisición de armas en las armerías, el entrenamiento en las fincas, el dinero recabado por nosotros mismos, los planes de tomar el cuartel, la idea de levantar a la población de Santiago de Cuba y la de lanzar un programa revolucionario, las leyes revolucionarias que decretaríamos desde allí, las ideas generales y a veces precisas de lo ya conocido. Hablé de todo lo que me interesaba explicar, porque ellos se proponían crear confusión, engañar a los soldados, diciendo que nuestro fin era matar soldados, que estábamos vinculados al corrupto gobierno anterior, entre las numerosas falsedades que divulgaron.

Me interesaba explicar los planes, porque en la medida en que lo hacíamos destruíamos todas las mentiras que Batista había fabricado en torno a los objetivos de nuestra lucha. Su error más grande fue que después del interrogatorio inicial dejaron entrar a la prensa y la radio. Considero que lo cometieron en medio de su euforia por tenerme detenido, y pronto lo lamentarían.

Recuerdo que además de Chaviano, aquel día me interrogó otro comandante que había perdido un hermano en el asalto al Moncada, y debo decir que a pesar de todo, me trató con respeto; también recuerdo a otros oficiales que podría definir como correctos.

Katiuska Blanco. En el artículo «¡Mientes, Chaviano!», escrito el 29 de mayo de 1955, al salir de la cárcel, se refirió a ellos: «Mis sinceras simpatías para todo militar que sin odio y sin ira sabe cumplir con lo que estima su deber; que sabe morir peleando, pero no asesina jamás a un prisionero indefenso.

»Mis respetos para los Sarría, los Camps, los Tamayo, los Róger Pérez Díaz y para todo militar pundonoroso aunque no piensen igual que yo. Mi admiración para el caballeroso Comandante Izquierdo, jefe de la Policía de Santiago de Cuba, que, habiendo perdido un hermano en el combate, conversó conmigo amablemente y sin sombra de rencor, porque nosotros fuimos a combatir contra un sistema de gobierno y no contra un militar en particular».

Fidel Castro. Sí, allí estuvieron varios jefes haciéndome preguntas. La verdad es que cuando pienso en toda aquella jornada, me parece algo como alucinante, entonces se mezclaron circunstancias extrañas; estados emocionales diversos de quienes me rodeaban; factores psicológicos como la euforia porque todo había terminado al capturarme; la ratificación de que el Ejército era infalible e invencible; la mala conciencia de los crímenes; la necesidad psicológica de aliviarse sus propios sobresaltos; la posibilidad de mostrarse como caballeros, y quizás, hasta la impresión que les causaba mi serenidad, mi tranquilidad. En aquel momento yo permanecía solo. Los compañeros del grupo que me acompañaron en el afán de alcanzar las montañas, detenidos aquel mismo día 1.o de agosto, habían sido conducidos también al vivac, pero luego nos separaron y yo ni siquiera sabía adónde los habían llevado. En tal momento yo era prisionero de los militares. Cuando permitieron entrar a la prensa y a la radio, respondí todas las preguntas que hicieron, expliqué a grandes rasgos lo que hice, cómo organizamos el Movimiento con nuestros recursos, los planes que teníamos y las leyes en favor de los campesinos, de los obreros, y del pueblo en general. Indagaron por el trato a que fui sometido, y respondí: «He sido tratado con caballerosidad». Era la verdad. Preguntaron si habíamos ido a matar soldados, y afirmé categóricamente: «No. Lamentamos la muerte de los soldados que cayeron, tuvimos que luchar; murieron algunos, pero su muerte no era nuestro objetivo, es lamentable. Nuestro objetivo era hacer la Revolución». Y entonces argumenté por qué era necesario hacer una revolución y cómo la lucha armada era la única vía posible de lograrlo. Ofrecí una explicación amplia que luego salió extensamente publicada en el periódico El Crisol, en su edición matutina del día siguiente: era lunes.

Todas mis declaraciones tuvieron gran impacto y fueron publicadas con grandes cintillos o trasmitidas en espacios noticiosos estelares, hasta que el alto mando del Ejército y Batista se percataron del error, y se dieron a la tarea de recoger diarios y silenciar emisoras radiales. Comencé ganándoles la batalla política desde aquel mismo día.

Bueno, después, ya tarde en la noche, me trasladaron a la prisión de Boniato, allí supe que alrededor de 15 o 20 compañeros estaban vivos; algunos presos y otros habían conseguido escapar. Entre los prisioneros, algunos estaban heridos.

Katiuska Blanco. Usted ya estaba en Boniato cuando a Raúl lo llevaron allí. Él era casi el último de la fila el día que lo trasladaron a dicha prisión; avanzaba con dificultad porque brindó el hombro de apoyo a [Reinaldo] Benítez, quien tenía un tiro en una pierna y apenas lograba andar con la herida abierta y sin curar varias jornadas después de los ataques a los cuarteles Moncada y Carlos Manuel de Céspedes. A la entrada de la prisión de Boniato, Raúl levantó la mirada y lo vio a usted, en el lugar donde los soldados y oficiales del Ejército batistiano imaginaron quizás que sería mayor su humillación y, sin embargo, su presencia, tal como Raúl lo evoca, impresionaba por la firmeza de la mirada y la postura erguida, por el porte de dignidad e hidalguía que su hermano más pequeño le conocía bien. No les permitieron acercarse ni conversar, pero la certeza de que uno y otro vivían fue motivo de una gran alegría para ambos. Raúl nunca olvidaría aquel instante tremendo y la imagen de usted persistiría en su memoria como una lección de entereza y valor, aun en el momento más áspero, en la más dura de las adversidades. Pienso que usted no solo se alegró, presiento que, al verlo, además, experimentó un alivio profundo. Tal vez no era muy consciente de ello, pero sé que no podía evitar la inmensa preocupación por su hermano menor debido al cariño de siempre y al compromiso y la responsabilidad asumidos ante su familia cuando llevó a Raúl para La Habana. Hace poco leí algo que lo corrobora. Un campesino que les prestó apoyo antes de que Sarría los detuviera contó: «Fidel enseguida que me vio preguntó si yo sabía lo del Moncada. Le dije que sí y acto seguido volvió a preguntar si yo sabía que habían matado al hermano del jefe, al hermano de Fidel Castro. Le dije que no sabía». El campesino se llamaba Piña y usted dialogó con él en la finca Mamprisa, el 31 de julio al atardecer. Sarría lo detuvo en la amanecida del 1.o de agosto.

Fidel Castro. En realidad existía un compromiso con la familia, con los viejos, por ello no involucré a Raúl en la acción de forma directa.

Él tenía muy buenas relaciones con un grupo de compañeros de los que estaban en actividades revolucionarias, incluso, había recibido una invitación y había estado a inicios de año en una reunión preparatoria del Festival Mundial de la Juventud en Austria. Hizo un viaje con muy pocos recursos y creo que pasó por varios países: Rumania, Hungría, la antigua Checoslovaquia, Francia e Italia; regresó en barco con escalas en Curazao y Venezuela, y lo detuvieron en el puerto al solidarizarse con unos guatemaltecos con quienes había establecido amistad durante la travesía y a quienes arrestaron porque llevaban consigo revistas, medallas y libros de su estancia en la cita de las juventudes progresistas. Salió de la cárcel unas semanas antes del Moncada, y para entonces ya era militante comunista.

Como era el más pequeño, yo tenía una cierta responsabilidad con él porque lo traje a la capital como dos años antes, precisamente, para que estudiara. Pero él quería participar, había dicho que lo llamaran cuando fueran a desarrollar una acción, tenía interés, deseos de participar.

También nos preocupaba que pudieran tomar una represalia fuerte contra Raúl, en fin, el caso es que yo había persuadido a los viejos para que me dejaran la responsabilidad de que Raúl viniera conmigo y estudiara, porque yo siempre me los encontraba quejándose de que no estudiaba, de que era medio rebelde, entonces les dije: «Bueno, no me den más quejas, si ustedes quieren yo me responsabilizo».

Entonces, lo persuadí de que viniera a estudiar. Él no había hecho el bachillerato, pero existía un programa de ingreso a la Universidad en una carrera que le llamaban administrativa, asociada en cierta forma a las ciencias sociales, al Derecho Diplomático, a la carrera de Derecho; pero no se exigía el título de bachiller para ingresar en la carrera, sino mediante un examen. Lo convencí de que tenía una oportunidad de estudiar. Entonces él vino a vivir con nosotros aquí en la calle 3.a esquina a 2, en el Vedado, y empezó a estudiar, estudió y aprobó el ingreso en la Universidad.

Por tales razones me preocupaba y es cierto que pregunté por él. Después lo vi en la prisión de Boniato entre los demás combatientes, ya nuestra gente tenía la moral muy alta.

Katiuska Blanco. Sí. Raúl me contó todas sus tribulaciones después de las acciones del 26 y un pasaje estremecedor cuando lo trasladaron detenido al Moncada. A él lo llevaron al mismísimo cuartel Moncada donde pocas horas antes habían asesinado a sus compañeros, entre ellos a su entrañable amigo José Luis Tassende. Raúl después de dominar el Palacio de Justicia y observar desde la azotea la retirada de ustedes, desarmando efectivos batistianos logró retirarse y llegar a la farmacia de la doctora Ana Rosa Sánchez, que ya viuda de don Fidel Pino Santos tenía un nuevo compañero, policía en tiempos del gobierno de Prío, quien se apellidaba Quesada. Tomasín, el hijo de la doctora Ana Rosa, lo llevó para la casa de unos parientes de Quesada y de allí para otro lugar, cerca de El Cristo, donde también le brindaron refugio una anciana y un hombre mudo. Tomasín se comportó entonces como un buen amigo. Estando Raúl en aquel sitio llegó la noticia de la detención del policía y decidió irse. El mudo le facilitó una camisa y él emprendió el camino hacia un lugar cercano a Birán. Sin embargo, no le fue posible escapar, en el trayecto del poblado de Dos Caminos a San Luis lo detuvieron y finalmente, tras varios días encarcelado en el cuartel de San Luis, un delator lo identificó: «Este es hijo del viejo Ángel, este es hermano de Fidel» dijo el hombre y después Raúl narra que cambió el tono de su voz porque hasta entonces había tratado que no lo reconocieran y dijo: «Soy hermano de Fidel, yo soy Raúl. Participé en el ataque, tomé el Palacio de Justicia, pero investiguen, hay nueve prisioneros que cogí, diez con el sereno, y están vivos todos». Él dice que entonces los militares comenzaron a tratarlo con respeto, hasta uno que alardeaba constantemente con una ametralladora Thompson. En un yip, lo pasaron al cuartel de Palma donde radicaba el escuadrón, y allí todos lo trataron con amabilidad porque eran conocidos de su papá, luego el capitán Campito lo llevó para el Moncada. Al llegar, recuerda que pasó entre dos filas de soldados que competían a ver quién le gritaba insultos más grandes, pero no lo tocaron. Luego lo subieron a la azotea, donde había sacos de arena, un poco de sangre y ametralladoras. Allí tenían también a Montané y a [Israel] Tápanes. Montané, con los labios cuarteados, le hablaba bajito a Raúl. Le decía: «Raulito [...], no me han dado agua» y entonces él le dijo: «Espérate, chico: ¡Guardia, guardia! mira que el compañero tiene sed, a ver si me hace el favor y le da un poquito de agua». Y el guardia: «¡Que tome meao!», «¡Coño, cállate!». Entonces su hermano le dijo a Montané: «Aguanta». Después separaron a Raúl para interrogarlo, pero ya no lo hizo Chaviano, sino Díaz Tamayo, enviado expresamente por Batista. Y Raúl, cuando le levantaban el acta, ante las acusaciones de que había ejecutado soldados como si él estuviese reconociéndolo, les espetaba que aquello era mentira y les mencionaba a los nueve soldados prisioneros y al sereno, quienes estaban vivos y eran testigos. En una de aquellas ocasiones, Díaz Tamayo le gritó: «¡Cállate, que te vamos a fusilar!». Después le dijo que firmara y ordenó: «¡Súbanlo!». Como transcurrieron las horas y no les dieron ni agua, Raúl cuenta en relación con Montané: «Me daba una pena, pobrecito. Pero firme toda la vida. Él se ofreció voluntario para la posta tres y fue». En la madrugada cuando a las 3:00 o las 4:00 de la mañana les ordenaron: «Vamos, ¡arriba!», Montané le dijo a Raúl: «Raulito, cuando nos vayan a fusilar vamos a cantar el Himno Nacional». Y Raúl le respondió: «De acuerdo». Cuando ellos creían que los llevaban al puerto para lanzarlos al mar, lo que hicieron fue trasladarlos al vivac, donde se encontraron con Ciro, Ramiro y otros que empezaron a contarles de los asesinatos. Estando allí presos se corrió por fin un rumor: ¡Vino Fidel!, pero tampoco entonces ustedes se vieron. Después, cuando los trasladaron a la prisión de Boniato y los condujeron por la parte administrativa del edificio, allí estaba usted junto a la entrada, donde él considera que lo sentaron para humillarlo. Él recuerda su expresión de sorpresa al verlo porque usted no sabía que él estaba vivo. Todo esto confirma que en aquel momento los prisioneros moncadistas tenían la moral muy alta, se expresaban en franco desafío, con orgullo, dispuestos a todo. Pienso que sentían mucha indignación. En aquellos días los expertos fueron a su celda para hacerle la prueba de la parafina en las manos, y usted resueltamente les aseguró que no era necesario hacerlo porque reconocía haber disparado.

Fidel Castro. Me pusieron en una celda en la prisión de Boniato, en un pabellón, cerca de los otros combatientes. Tenían allí retenidas, además, a figuras políticas, algunos líderes comunistas, a quienes deseaban implicar y que no habían tenido absolutamente nada que ver. Recuerdo en especial a Lázaro Peña. Pero, bueno, era una acción deliberada para mezclar los del Movimiento 26 de Julio con los comunistas. Nosotros decíamos cómo lo habíamos hecho, pero no hacíamos ninguna crítica a los comunistas.

En el mismo pabellón donde yo me encontraba preso recluyeron a Melba y a Haydée, y además a los líderes políticos a quienes trataban de involucrar. No lo recuerdo bien, quizás Raúl pueda contarlo con más nitidez. También considero que fue vital para mí la presencia de Melba y Haydée Santamaría o Yeyé, como le decíamos todos. Ellas me proporcionaron mucha información a pesar del aislamiento en que pretendían mantenerme. Me separaron del grupo desde un inicio, pero de alguna manera nos comunicábamos cuando ellas se aproximaban al lugar donde yo estaba. Al principio les era posible porque los guardias al poco tiempo se hicieron amigos míos. Después, cuando se dieron cuenta, buscaron a un grupo selecto de guardias llenos de odio para que nos cuidaran siempre  he dicho que parecían basiliscos, tipos furiosos, muy escogidos para no dejarse influir por nosotros. Nuestra situación en realidad empeoró entonces.

Yo sentía amargura todavía por el revés, la captura, la prisión; no por lo personal, sino por lo que significaba desde el punto de vista revolucionario, y, sobre todo, la mayor indignación se debía al conocimiento preciso que ya tenía de todos los crímenes, porque ya se sabían muchos de los crímenes: lo que habían hecho con Abel, con Boris Luis Santa Coloma, las cosas que ocurrieron también con otros combatientes; de todo eso me enteré allí por los prisioneros, y especialmente por Melba y Yeyé.

Además, me mantenían aislado, y por eso, quizás, hice una de las cosas más atrevidas y más audaces; no sé, incluso, si la más irresponsable: decidí declararme en huelga de hambre, y lo hice sin garantías constitucionales, sin prensa, sin noticias y sin nada. Era un desafío, un acto de rebeldía, y como una especie de presión moral, porque, además, no era una huelga pasiva, callada. Cuando me traían el desayuno: «¡No quiero desayuno!». Gritaba alto: «¡No quiero desayuno, llévenselo a Chaviano para que se lo meta por el c...!». Llegó un momento en que no sabían qué hacer conmigo. Todo el mundo era testigo de mi insubordinación: los prisioneros, entre ellos los líderes políticos detenidos y todos los demás. No me importaba que me mataran, y llevé el desafío al máximo exponente. Cha viano era el dueño de Santiago de Cuba, de vidas y haciendas, era el que había asesinado a muchos de mis compañeros. Creo que mi actitud los desmoralizó, el hecho de que vieran en mí alguien que no temía, eso los dejaba perplejos y desarmados.

Al cabo de un tiempo, se produjo un arreglo conmigo; llegó un jefe y me habló en términos respetuosos: «Bueno me dijo, está bien, haga la huelga, pero no tiene necesidad de pronunciar tales palabras; usted es una persona educada, hay que tener cuidado». El hombre me trató como a un completo caballero, y prácticamente me pidió que declinara mi actitud en nombre de la decencia. Llegó un tanto amable y su argumento fue tan razonable, que le dije: «Está bien, no voy a volver a decir esas palabras, pero no pienso comer, voy a seguir la huelga de hambre».

El hombre casi me imploró que desistiera, y entonces le dije: «Bueno, esté tranquilo», como una respuesta a la forma tan decente, tan caballerosa con que llegó el oficial. Suspendí las palabrotas y seguí la huelga de hambre.

Como a la semana, por la situación política embarazosa creada allí con la presencia de numerosos líderes políticos, fueron a verme y me comunicaron que suspenderían la incomunicación y me permitirían encontrarme con Melba y Yeyé. Hablo de una incomunicación relativa, porque estaba en una celda con rejas y veía y hablaba con todos los que pasaban por el pasillo.

 Después, cuando a las 48 o 72 horas reimplantaron la incomunicación, solo sentí desprecio por ellos, un profundo desprecio. Creo que ya se vislumbraba el juicio, y me concentré en preparar mi autodefensa. Consideré aquella breve batalla algo quijotesca y quizás los frenó en sus propósitos de eliminarme.

Katiuska Blanco. Fueron días muy difíciles y peligrosos. Desde su ventana, usted podía observar la posta cosaca de la azotea. Una ametralladora calibre 30, instalada en lo alto, apuntaba invariablemente a su celda y también unos grandes reflectores.

Fidel Castro. Y ya para entonces, a través de mensajes verbales, me había comunicado con todos los compañeros y planeado la estrategia de asumir la responsabilidad con un idéntico pronunciamiento: «Sí, vinimos al Moncada, vinimos a luchar por la libertad de Cuba». Es decir, asumir una actitud beligerante y de denuncia de los crímenes, defender la justeza de nuestra acción, de nuestra lucha.

Katiuska Blanco. Supe que lo mantenían incomunicado y que a su hermana Agustinita, la más pequeña, no la dejaron pasar cuando fue a verlo. Usted le escribió una carta maravillosa. No parece escrita por alguien encerrado en una cárcel, todo lo contrario, su espíritu vuela libre en las palabras. Por aquellos días también envió mensajes a casa para tranquilizar en lo posible a sus seres queridos: a su esposa, a sus padres, a su hermano Ramón. Todo lo hacía en medio de la decisiva etapa de preparación con vistas al juicio. 

Fidel Castro. Durante el período de aislamiento recibí algunos libros; unos eran textos de ciencias sociales, muy útiles, sobre la historia de las doctrinas sociales, historia de las doctrinas políticas; también un volumen de las Obras Completas de Martí; pude recibir seis o siete libros; fueron muy importantes para mí porque debía aprender de memoria algunos pasajes, algunas citas, mientras me preparaba para el juicio. A no ser Ramón, nadie se imaginaba lo que tenía planeado.

Katiuska Blanco. Ramón sí sabía porque le había escrito y usted a él el 5 de septiembre de 1953: «Me parece acertado lo que me propones sobre mi defensa, y así lo he estado pensando desde el primer momento. El juicio lo han transferido ahora para el día 21». En otro fragmento agregaba: «Además, no sufro ningún género de arrepentimiento, en la más completa convicción de que me sacrifico por mi patria y cumplo con mi deber; eso indiscutiblemente es un gran estímulo. Más que mis penas personales, me entristece el recuerdo de mis buenos compañeros que cayeron en la lucha. Pero los pueblos solo han avanzado así, a base del sacrificio de sus mejores hijos. Es una ley histórica y hay que aceptarla.

»Es necesario que le hagas ver a mis padres que la cárcel no es la idea horrible y vergonzosa que ellos nos enseñaron. Tal es solamente cuando el hombre va a ella por hechos que deshonran: jamás cuando los motivos son elevados y grandes, entonces la cárcel es un lugar muy honroso». 

Y en otra carta, también a su hermano, le comentaba: «Recibí un telegrama del viejo preguntándome si teníamos ropa; yo le contesté enseguida que sí, lo mismo que Raúl. Myrta me mandó un traje que le pedí para el juicio []. Pienso escribirle esta tarde a los viejos. ¿Están tranquilos? ¿Comprenden que estoy preso por cumplir con mi deber?

»Ignoro cuál será mi destino definitivo cuando termine el juicio, pero pienso que de todos modos podremos vernos después del mismo [].

»Con Raúl no he podido hablar porque estoy en celda aparte, pero yo espero que él también te escriba».

A Ramón, además, le agradecía siempre los tabacos.

A sus padres envía el 23 de septiembre de 1953 una misiva en medio de las audiencias: «Espero me perdonen la tardanza en escribirles, no piensen nunca que es por olvido o falta de cariño; he pensado mucho en ustedes y solo me preocupa que estén bien y no sufran sin razón por nosotros.

»El juicio comenzó hace dos días; va muy bien y estoy satisfecho de su desarrollo. Desde luego es inevitable que nos sancionen, pero yo debo ser cívico y sacar libre a todas las personas inocentes; en definitiva no son los jueces los que juzgan a los hombres, sino la historia y el fallo de esta será sin duda favorable a nosotros [].

»Quiero por encima de todo que no se hagan la idea de que la prisión es un lugar feo para nosotros, no lo es nunca cuan do se está en ella por defender una causa justa e interpretar el legítimo sentimiento de la nación. Todos los grandes cubanos que forjaron la patria han padecido lo mismo que estamos padeciendo nosotros ahora.

»Quien sufre por ella y cumple con su deber, encuentra siempre en el espíritu fuerza sobrada para contemplar con serenidad y calma las batidas adversas del destino; este no se expresa en un solo día y cuando nos trae en el presente horas de amargura, es porque nos reserva para el futuro sus mejores dones.

»Tengo la más completa seguridad de que sabrán comprenderme y tendrán presente siempre que en la tranquilidad y conformidad de ustedes está siempre también nuestro mejor consuelo.

»No se molesten por nosotros, no hagan gastos ni derrochen energías. Se nos trata bien, no necesitamos nada. []

»En lo adelante les escribiré con frecuencia para que sepan de nosotros y no sufran.

»Los quiere y los recuerda mucho,

su hijo Fidel».

Comandante, siempre que repaso aquellas cartas percibo el amor por sus padres y el deseo de consolarlos. Usted calla los peligros, atenúa las angustias, se muestra más optimista de lo que la prudencia aconsejaría o de lo que usted mismo esperaba, todo para que ellos no sufrieran 

Fue la actitud que mantuvo hacia todos, también en relación con Lidia, ¿verdad?

Fidel Castro. Sí, ella me vio en el vivac el día que me hicieron prisionero, pues se trasladó de inmediato para Santiago de Cuba porque Raúl estaba preso, y había ido por allí a ver qué pasaba, en qué podía ayudarnos.

Katiuska Blanco. Comandante, conociendo su autodefensa ante el Tribunal de Urgencia de Las Villas, podía augurarse que el juicio oral sería en su voz una denuncia contundente contra el régimen. Sin embargo, ellos no fueron suspicaces, ¿sería por torpeza o porque Batista continuaba subestimándolos? ¿Usted sentía ansiedad porque tal momento llegara? ¿Cómo planificó lograr sus propósitos? ¿Qué recuerdos guarda del día en que se inició el juicio? ¿A pesar de la lógica impaciencia, usted se sentía sereno? ¿Imaginó que ellos llegarían al punto de sustraerlo de las audiencias? Creo que usted se dispuso como quien va a librar un duelo de honor

Fidel Castro. La verdad, creo que esperaba el momento con ansiedad. Durante 50 días estuve preso a la espera del juicio como una circunstancia muy importante, un hecho trascendente, porque nos disponíamos a tomar allí la ofensiva. Asumiríamos toda la responsabilidad ante el tribunal y nos convertiríamos de juzgados en jueces, denunciaríamos todos los crímenes de la tiranía. Teníamos suficientes elementos de juicio e informaciones filtradas a través de Melba y Haydée. Otra cuestión  esencial era la oportunidad, después de tantos días de incomunicación, de reunirme de nuevo con mis compañeros de lucha.

Además, la vista sería oral y pública, a pesar de la censura no podrían silenciarnos ante un número de personas allí presentes. El juicio sería una excelente tribuna.

Recuerdo nítidamente que cuando llegó el día del juicio nos prepararon a todos para salir con rumbo a la sala y nos trasladaron a mí esposado y por separado. Claro, nadie sabía lo que podía pasar por el camino; podían inventar cualquier pretexto para eliminarme, la famosa ley de fuga y luego decir: «Castro trató de escapar y fue muerto», todo era posible. Pero también, y afortunadamente, mucha gente permanecía atenta, y en especial el pueblo de Santiago se había activado, mantenía su alerta; hay que reconocer la simpatía revolucionaria que afloró en Santiago. El pueblo santiaguero, con su sabiduría, descifró la verdad, deploró la represión batistiana y la comparó con la modestia y humildad de los combatientes revolucionarios del Moncada. Desde los días augurales, contamos en dicha ciudad con mucha simpatía y un apoyo conmovedor.

El juicio fue en un salón. No recuerdo bien, pero creo que nos llevaron esposados hasta la sala, donde nos liberaron las manos, posiblemente lo concibieron así; o tal vez lo exigí en un momento determinado, porque mi actitud de desafío total continuaba. Sometí a duras pruebas, a evidencias irrefutables al gobierno de Batista, sus crímenes y atropellos. Nunca me permití el amedrentamiento, todo lo contrario, mi reacción natural fue desafiar, desafiar, desafiar; denunciar con palabras claras todo lo horrendo acontecido, denunciarlo en voz alta y cuantas veces fuera posible.

No sé cómo no me eliminaron entonces, tal vez fue aquella misma actitud lo que los detuvo en seco, por la circunstancia que ya expliqué del ruido del látigo del domador que paraliza a las fieras, y porque a Batista le pesaba como un gran fardo el asesinato de Guiteras desde viejos tiempos ya, y tal vez no quería que otra sombra incómoda rondara su destino.

Los soldados estaban por todas partes en aquel juicio; en cada esquina, cada asiento, cada banco, cada hilera: soldados, soldados, soldados, más soldados, un auditorio de lujo para la denuncia que debía realizar. El fiscal comenzó su interrogatorio con cierto tono de insolencia, y yo le empecé a responder firmemente, asumí toda la responsabilidad y, al responderle al fiscal, denunciaba los crímenes. Puse en una situación muy difícil y embarazosa no solo al fiscal, sino también al tribunal. Invariablemente, al hacer el recuento del diálogo, evoqué el hecho de que al no poder imputarnos vínculos con el corrupto gobierno anterior, entonces trataban de endilgarnos el sambenito de «comunistas», y como nos habían ocupado libros de Lenin... 

Katiuska Blanco. Creo que fue en el registro del apartamento de 25 y O, en el Vedado, donde vivían Abel y Yeyé...

Fidel Castro. Bueno, como teníamos siempre los libros de Lenin bajo el brazo... no solo yo, también Abel, Raúl y otros compañeros, consiguieron algunos como «prueba del delito».

Recuerdo que el fiscal me preguntó si leíamos a Lenin. Quizás él esperó de mí una actitud evasiva o defensiva; pero yo riposté inesperadamente para él: «Sí, nosotros leemos a Lenin como uno de los hombres más prominentes del movimiento socialista mundial, y quien no lo lea es un ignorante». Aquella respuesta dejó anonadado al fiscal, que tal vez pensó que nuestra réplica sería denigrar a Lenin o negarlo, argüir: «No, ese librito no me pertenece, no era de nosotros», u otra tontería. Ante tanta franqueza, el tribunal se veía contrariado.

Katiuska Blanco. Cuando usted habla pienso en un libro maravilloso: Dialéctica de la naturaleza, de Federico Engels, solo este bastaría para una afirmación como la anterior. Su franqueza fue desafiante, valiente para aquellos tiempos maccarthistas.

Fidel Castro. El punto culminante fue cuando afirmé que el autor intelectual era José Martí. «¿Quién es el autor intelectual? », me preguntó el fiscal imaginando tal vez que mi respuesta sería el silencio. «El autor intelectual es José Martí», respondí.

Después no quisieron hacerme más preguntas, porque las respuestas eran del todo inconvenientes para ellos por que entrañaban una dimensión histórica, demostraban nuestro apego, nuestra fidelidad a la tradición combativa del país, el tributo de nuestra generación a los próceres de la nación cubana, a sus legendarias luchas. Defendí la apelación a la violencia, a las armas, porque a ellas acudieron hombres como Maceo y Martí…, me aferré a la historia de Cuba. Aproveché cada resquicio, cada pequeña oportunidad, de las escasas que me dieron, para impugnar la legalidad del régimen. Y cuando parecía que todo había terminado, dije que quería asumir mi propia defensa.

No recuerdo bien a cuántas sesiones del juicio me llevaron, creo que solo a dos. A la segunda ya comparecí como abogado y empecé a interrogar a los militares, a los oficiales y a los soldados, y en cuanto ellos comenzaron a hablar de los muertos en combate, se puso en evidencia el asesinato. Me erigí realmente en juez. Ya había denunciado los crímenes y solicité que se levantara acta, que se registraran los testimonios. Estaba demostrando todos los crímenes, porque los jefes militares caían constantemente en contradicción en sus declaraciones. Se contradecían unos a otros; era la verdad a la vista. Aquello alarmó a todos, especialmente a los militares, y me regresaron por el mismo camino, siempre incierto y peligroso por lo que podrían hacer en medio del recorrido.

Cuando correspondía realizar la tercera sesión del juicio, ya ellos no soportaban mi presencia allí y cometieron una arbitrariedad, una ilegalidad: decidieron sacarme del juicio, a pesar de que yo era el principal acusado. Hay que destacar que después de que declaré, todos los compañeros, unánimemente, enfatizaban: «¡Sí! ¡Nosotros vinimos a atacar el Moncada, a luchar por la libertad de Cuba y estamos orgullosos de eso, no nos arrepentimos, estamos orgullosos de lo que hicimos!». Lo hacían con energía delante de todos los militares, del público, los jueces. Eran: ¡Ra, ra, ra!, como ráfagas de audacia y verdad. Constituía una actitud impresionante, un hecho inolvidable que me hizo admirar aún más a los valiosos jóvenes que secundaron la acción: primero se prepararon calladamente, después combatieron y, por último, afrontaron con dignidad y valentía la adversidad que sobrevino. Se les veía la hidalguía en el gesto a aquellos hombres casi todos muy humildesdispuestos a todo, en manos del enemigo.

Batista, el gobierno y los militares se aterrorizaron ante la avalancha conjunta: mi papel como abogado y la decisión de los moncadistas de enfrentar, con total dominio de sí, las consecuencias de su participación en la lucha. Todo el plan de presentar como una victoria del Ejército nuestra detención y enjuiciamiento se les venía abajo súbitamente y se aterrorizaron. Por aquella razón enviaron a mi celda a dos médicos para que dictaminaran que me encontraba enfermo y no podía asistir al juicio.

«Venimos a hacerle un reconocimiento», me dijeron, y les respondí: «¿Por qué vienen a hacerme un reconocimiento si yo estoy perfectamente bien? No necesito ningún reconocimiento ». Entonces, uno de los médicos dijo la verdad: «Mira, la verdad es la siguiente: dice Chaviano los jefes o no sé quién que tú le estás haciendo un terrible daño a Batista en el juicio y que no puedes ir de ninguna manera, no puedes volver al juicio, nos pidieron que certificáramos que estabas enfermo». Al hablarme así, les agradecí el gesto de decir la verdad y señalé: «Ustedes sabrán cuál es su deber. Yo no estoy enfermo. Cumplan ustedes con lo que consideren es su deber, que yo sabré cumplir con el mío».

Ellos llegaron con la intención de que no les quedaba más remedio que certificar lo que les pedían, que tenían mucha pena. Por eso fue que les respondí tajante y luego los despedí. Se dirimía una cuestión moral y los militares, en relación con nosotros, se encontraban en una situación de inferioridad, incómoda; y no solo los militares, también los jueces del tribunal, los médicos. Fue la base de la decisión de evitar que yo regresara al juicio.

Cuando se fueron los médicos preparé una carta para el tribunal en la cual denuncié todo el plan y, además, el intento de asesinarme, porque yo calculaba que en una situación desesperada como aquella, qué otra cosa podían hacer sino eliminarme, y lo narré todo: Que habían ido dos médicos, que yo no tenía nada, que querían sustraerme del juicio y que los denunciaba, porque me encontraba perfectamente bien de salud. Entonces tomé una frase de Martí para espetarles: «...un principio justo desde el fondo de una cueva puede más que un ejército». Fue lo que mandé a decir al tribunal.

Logré entregarle la carta a Melba. En la tercera sesión del juicio, el acusado principal no estaba, y cuando comenzó la vista, Melba se paró y dijo: «¡Señores magistrados, aquí tengo una carta!». Sacó la carta con la denuncia, ¡tremenda denuncia!, lo cual causó un impacto grande. Los magistrados se quedaron sin saber qué hacer. Se plegaron, no hicieron nada más, no adelantaron ninguna investigación, quedaron desmoralizados con su actitud de seguir el juicio sin mí, me privaron de asistir; me dejaron fuera del gran juicio.

Algo así no había ocurrido ni siquiera cuando juzgaron a Jorge Dimitrov, lo juzgaron delante de todos, y a mí me apartaron, y con una arbitrariedad que hasta se hizo pública. Pienso que además eran muy torpes, muy burdos en sus atropellos. Ya no era subestimación porque estaban asustados, era terror lo que sentían, y actuaban necia e impúdicamente.

El juicio prosiguió y finalmente sancionaron a mis compañeros de lucha, porque en definitiva nadie había eludido su responsabilidad en el hecho y todos expresaron el orgullo de haber participado en la acción; por tanto, para el tribunal, los militares y el gobierno de Batista, eran culpables. El juicio fue una batalla ganada por su repercusión. Al final, liberaron a los políticos y a mí me dejaron allí; y más que eso, me ubicaron junto a los presos comunes, que, por cierto, se llevaban muy bien conmigo, algo que quizás no esperaban mis carceleros. Los presos me trataban con mucho respeto y amistad.

Luego prepararon un juicio en un sitio mucho más reducido, con la esperanza tal vez de que mi denuncia fuera silenciada gracias al reducido grupo de oyentes. Fue el 16 de octubre de 1953. También llevaron allí a Luis Crespo y a Gustavo Arcos. Nos juzgaron a los tres en el hospital civil, no me llevaron a la audiencia ni a la sala de los tribunales. Fue en una salita chiquitica. Asistieron muy pocas personas, entre ellas Bilito Castellanos y la periodista Marta Rojas. Allí fue donde pronuncié el alegato La historia me absolverá. No me permitieron llevar ni los libros ni el Código Penal con que contaba. Las ideas las expresé de memoria.

Katiuska Blanco. Sí, fue el motivo de estas palabras: «...se prohibió que llegaran a mis manos los libros de Martí; parece que la censura de la prisión los consideró demasiado subversivos. ¿O será porque yo dije que Martí era el autor intelectual del 26 de Julio? Se impidió, además, que trajese a este juicio ninguna obra de consulta sobre cualquier otra materia. ¡No importa en absoluto! Traigo en el corazón las doctrinas del Maestro y en el pensamiento las nobles ideas de todos los hombres que han defendido la libertad de los pueblos».

Fidel Castro. Sí. Tuve que recurrir al orden que había dado a las ideas en mi pensamiento durante largas horas de preparación. Debo señalar que me fue muy útil la denuncia que presenté ante el tribunal en los primeros días del golpe del 10 de marzo, era la premonición de que después habrían de ser imprescindibles los argumentos expuestos entonces. En la defensa de los revolucionarios, aquella fue un arma oportuna, eficaz, porque impugné al gobierno usurpador de Batista como ilegítimo e ilegal. Cuestioné la moralidad de aquel gobierno y concentré la defensa en la validez política, filosófica, moral y legal de la defensa.

Allí interrogué a todos los testigos, a los militares, uno por uno: ¡Ra, ra, ra!, y los sorprendí con las abismales contradicciones que ponían en entredicho su franqueza. Pero todo transcurrió en una estrecha salita, casi sin público, y después de violaciones y arbitrariedades, descaradamente absurdas y públicas; por eso afirmé que la justicia estaba enferma. Hablé en total unas 15 o 20 horas, no recuerdo exactamente ante quiénes, de cualquier forma me iban a condenar.

Katiuska Blanco. Sí, estoy convencida de que usted conocía bien lo que debía afrontar desde el momento mismo en que lo detuvieron y mientras se preparaba para el juicio. Lo expresó claramente al final de su alegato: «En cuanto a mí, sé que la cárcel será dura como no lo ha sido nunca para nadie, preñada de amenazas, de ruin y cobarde ensañamiento, pero no la temo, como no temo la furia del tirano miserable que arrancó la vida a setenta hermanos míos. Condenadme, no importa, la historia me absolverá».

Fidel Castro. El juicio parecía algo irreal, al final se conoció el veredicto del tribunal: 15 años de privación de libertad.

Katiuska Blanco. Quince años para volver a las calles, una vida entera debía vivir en el presidio y, sin embargo, sé que usted no alentó un minuto de reposo. Comandante, ¿predecía su afán de luchar todo aquel tiempo en condiciones tan adversas como la lejanía, la incomunicación y hasta la soledad?

Fidel Castro. Siempre tuve una confianza absoluta en el futuro. Presenté un programa de lo que íbamos haciendo, y así libramos una batalla tenaz; desde el mismo momento en que me capturaron aquellas palabras mías en la salita constituían, en parte, mi primer mensaje al pueblo con una amplia explicación de nuestra lucha, sus propósitos y sus principios, siempre he asegurado que ellos cometieron el error de dejarme hablar; y aquel día empezamos a ganar la batalla. Mostramos constancia, dignidad y espíritu intransigente, desafiante y rebelde.

Katiuska Blanco. Me he preguntado en muchas ocasiones qué pensaría usted cuando el avión levantó el vuelo en el traslado de la prisión de Oriente al Presidio Modelo.

Fidel Castro. Recuerdo que un día me sacaron otra vez de la prisión. Ellos nunca decían qué iban a hacer ni qué paso daban. Cuando me sacaron, me llevaron al aeropuerto, me mon taron en un avión yo cuando salía no sabía adónde iba, en manos de aquella gente podía esperar cualquier cosa. Voló el avión, aterrizó en Isla de Pinos y me llevaron para la prisión. Por primera vez me reunieron con todos los demás asaltantes del Moncada. Habían terminado dos meses y 17 días, más o menos, de encierro e incomunicación.

 

 
 
 
 

Quiénes somos | | Su Opinión | | Regresar | | Enviar a un amigo | | Imprimir | | Contáctenos | |Correo| |Subir 

Sitio optimizado por 800x600 I.E 5.0
Compiled by Hanna Shahwan - Webmaster
© Derechos reservados 2004-2012