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       Nabil Khalil PhD Sitio Web - Versión en Español

 
 
 
 

 

 

 

 

 

 

 

 Fidel Castro Ruz Guerrillero Del Tiempo-Capítulo 17.

 
 
 
TOMO II

06Dos relojes, visitas en Santiago, Moncada: acción y adiós a la sorpresa, Fidel solo ante el cuartel, Raúl en la historia, continuar la lucha en las montañas, el teniente Sarría: las ideas no se matan

 

Katiuska Blanco. Tengo en la memoria, nítidamente claro, aquel atardecer en Holguín, la víspera de la visita a Birán el día 23 de septiembre de 2003, cuando su mamá habría cumplido 100 años. Era casi de noche. Conversábamos sobre el libro Todo el tiempo de los cedros, cuya presentación tendría lugar a la mañana siguiente. Usted me dijo que iba, en la lectura, por el capítulo 3. Entonces miró el reloj y notó que se había detenido. Los compañeros de la escolta buscaron otro rápidamente, pero usted no retiró de su brazo el primero, y sí sumó el segundo, en el cual los minutos transcurrían. Recuerdo que se echó hacia atrás, como afirmándose en su estructura de árbol, ajustó ambos a su muñeca, respiró profundo y luego de un brevísimo instante de silencio, pensativo, me dijo: «Mira, como narras en tus escritos: llevo dos relojes como en la Sierra Maestra. Creo que hoy estoy un poco supersticioso». Comandante, ¿podría abundar sobre el hecho que suscitó en usted la costumbre de llevar dos relojes en la muñeca?

Fidel Castro. Las últimas horas antes de ir al Moncada fueron muy tensas, el tiempo no alcanzaba, mi reloj se atrasó y por tal razón el tiempo real de que dispusimos fue menor al concebido inicialmente; no obstante, hicimos todo lo planificado, pero con mucha premura para llegar puntuales. A partir de entonces, a lo largo de mi vida, especialmente durante la guerra, usé dos relojes, tenía que estar seguro de que contaba con la hora exacta en cada momento.

Katiuska Blanco. Comandante, usted explicó antes que pensaba contar con la ayuda de algunos ortodoxos de Oriente después de la toma del cuartel, ¿aquel fue el motivo de su visita a María Antonia Figueroa y a Luis Conte Agüero, unas horas antes del asalto? ¿Pensó ponerlos sobre aviso?

Fidel Castro. Sí. Además, en nuestros planes figuraba también la lectura de un manifiesto por Luis Conte Agüero, quien disponía de una hora en la Cadena Oriental de Radio, una especie de Pardo Llada, pero a nivel de provincia; él denunciaba la corrupción de Prío, pero se limitaba a lo que ocurría allá. Era un individuo que se expresaba bien, tenía buena voz y aspiraba a un cargo político. Pardo Llada lo superaba como comentarista, porque tenía más sentido periodístico. Conte Agüero hacía comentarios críticos contra el gobierno, invocaba a Martí, su estilo era un poco más literario, denunciaba los males y militaba en el Partido Ortodoxo, en la oposición; tenía un buen rating antes del golpe de Estado. Por todo esto, teníamos relaciones de amistad con él, que se estrecharon aún más después de aquel hecho.

Cuando el cuartelazo, la única guarnición que inicialmente no se sumó fue la de Santiago de Cuba; y Conte Agüero, de una manera correcta, utilizó la radio para denunciar el golpe de Estado, agitar y movilizar al pueblo hacia el cuartel en solidaridad con los soldados. En realidad, él desempeñó un papel importante aquel 10 de marzo de 1952. Como comentarista de radio, como agitador, convocó al pueblo a ir para el cuartel no a tomarlo, pero sí a confraternizar con la unidad que se oponía al golpe de Batista. Y se movilizó mucha gente. Cuando ya el golpe estaba consolidado, unos cuantos sargentos y oficiales de baja graduación tomaron el mando y destituyeron al coronel jefe del regimiento.

Pero Santiago de Cuba fue el único lugar donde existió el instinto de organizar una resistencia contra el golpe, y en ello Luis Conte Agüero desempeñó un papel. Después, en ciertos momentos, cuando Batista daba garantías, Conte Agüero volvía a hablar, y como teníamos relaciones de amistad, yo contaba con él.

Él no participó de la conspiración, pero como estaba allá en Santiago y tenía su hora de radio, mi plan era utilizarlo en la tarea de agitación después que tomáramos el cuartel. Desde su estación radial convocaría al pueblo a sumarse a nosotros. Él era una personalidad conocida del Partido Ortodoxo en Santiago. Era alguien que podía ser muy útil en aquellos momentos. Tenía la idea de localizarlo para explicárselo todo y exhortarlo a que se sumara a nosotros. Localizar a Conte Agüero y visitar la casa de María Antonia eran las últimas gestiones que pensaba hacer en Santiago, una vez que estuviera  todo listo. Hubiera sido importante contar con él; pero como no tenía idea de lo que se organizaba no habíamos tenido contacto con él ni con nadie hasta ese momento, no lo encontramos, casualmente había viajado a La Habana. Yo estaba seguro de que se habría sumado: él tenía intereses políticos, era antibatistiano, teníamos buenas relaciones, yo confiaba en que se hubiera sumado. Él quedó muy agradecido por el hecho de que hubiéramos confiado en él para aquella misión. Después del Moncada, mientras estuvimos presos o vivimos en la clandestinidad, cada vez que podía nos defendía. Ya después no. Cuando llevábamos más de un año luchando en la Sierra Maestra, él continuaba ejerciendo como comentarista radial y apoyando salidas electorales pacíficas, cuando ya no había posibilidades de ningún arreglo. Dio muestras de una falta extraordinaria de visión política; pero bueno, su posiciónrespondía a sus intereses.

Katiuska Blanco. Comandante, a mí me llamó la atención que Conte Agüero publicara una carta pidiéndole que renunciara a la lucha armada, cuando ustedes tenían la guerra prácticamente ganada.

Fidel Castro. Conte Agüero creía que nosotros, tal vez unos cientos de hombres en la Sierra Maestra, no podríamos jamás triunfar. Entonces él, que nos veía como un símbolo de la resistencia, de la lucha contra Batista, con un caudal político, escribió un artículo en Bohemia, invitándome a dejar la lucha armada, un artículo muy elogioso, se llamaba «Carta al patriota ». Fue publicado en uno de los momentos en que Batista quitó la censura. Batista la quitaba y la ponía de acuerdo con la situación de crisis.

En aquella carta me recomendó que abandonara la lucha. Argumentó que ya habíamos escrito páginas heroicas y que, en busca de una salida, me proponía abandonar la lucha armada e incorporarme a la actividad política. Es decir, que Conte Agüero, a medida que pasaron los años, se fue aburguesando en demasía, llenándose de ambiciones y rehuyendo el sacrificio. Así terminó escribiendo la «Carta al patriota» que ni me tomé la molestia de contestar.

Hasta entonces se había mostrado amistoso, nos había defendido. Claro, él ganaba con tal actitud.

Después triunfó la Revolución y, por supuesto, se sumó enseguida. Yo no tuve en cuenta aquella misiva, la olvidé. Eché a un lado los errores de la gente en aras de un espíritu amplio y unitario. Para tratar de unir a todo el que quisiera unirse hubo que perdonarles sus debilidades.

Pero pronto me percaté de que Conte Agüero se había echado a perder. Actuaba más bien movido por ambiciones personales, políticas, y ya no tenía nada de antiimperialista; por el contrario, en uno de los viajes que hice, quería que me reuniera con algunos políticos norteamericanos, que no eran progresistas ni mucho menos.

Me propuso que hiciera contacto con [John] Foster Dulles, quien se encontraba recluido en una clínica. Quería que yo lo visitara, entonces me negué. Recuerdo que le dije: «Es un reaccionario, maccarthista, anticomunista de la Guerra Fría». También quiso servir como consejero, proponer algunas medidas políticas nada revolucionarias.

Y en aquel mismo periplo, cuando visité Argentina, me propuso un encuentro con el almirante Isaac Rojas, exvicepresidente de los marinos sublevados contra Perón, alguien que me parecía un tipo reaccionario, muy anticomunista. También le dije que no.

Tanto él como Pardo Llada hicieron discursos a favor de la Revolución, apoyaron todas las medidas; incluso, cuando los tribunales revolucionarios castigaron a los criminales de guerra, Pardo Llada, Conte Agüero, Carlos Franqui, estaban encantados de la vida. Eran extremistas ante la opinión pública.

Ninguno de ellos sabía cómo pensaba yo y hasta trataban de influir en mí. De tal gente me cuidaba mucho porque llegó un momento en que los conocía muy bien; sabía cómo pensaban por detalles sutiles, cosas que hacían o decían. Estaba claro de que con ellos no se podía seguir adelante.

Luego, de forma similar a otros elementos pequeñoburgueses, politiqueros, empezaron con la historia del anticomunismo, pretexto utilizado porque eran incapaces de marchar por un camino revolucionario; entonces los fui apartando, ya los había calado, veía mucho más de lo que ellos imaginaban y sabía cómo pensaban. Aquellos tipos no servían, eran incorregibles, estaban echados a perder.

Pardo Llada llegó un poco más lejos en la Revolución, porque no era tan anticomunista y, en cierta forma, mantuvo siempre buenas relaciones con los comunistas, era más político.

Pero bien, en esencia, estoy seguro de que Conte Agüero, que en la época del Moncada era antibatistiano y hablaba de las guerras de independencia, de Martí, hubiera colaborado con nosotros, pero no logramos verlo para reclutarlo.

En realidad, él tenía un mérito ante nuestros ojos, porque cuando nadie hablaba de nosotros, todo el mundo sentía terror de hacerlo, él, desde su estación de radio de Oriente, hablaba con admiración, con reconocimiento. No denunció los crímenes, pero por lo menos hablaba, defendía a los que estábamos presos. A él se le consideraba como una especie de vocero nuestro, y por distintas razones nos comunicamos con él. Estaba muy orgulloso de que hubiéramos contado con él, de que lo hubiéramos ido a buscar, de ser amigo y defensor nuestro. Un hombre con una tribuna pública, que nos mencionaba y nos defendía; en aquel momento, nosotros apreciábamos mucho tal actitud, porque necesitábamos divulgar nuestras ideas, denunciar los crímenes.

Claro, el grupo del Moncada se ganó la admiración de mucha gente por la acción armada frente a las fuerzas de Batista, la  determinación demostrada. En definitiva, nadie había hecho nada absolutamente, y ahí surgió un movimiento decidido. Creo que en la historia de Cuba no existía ningún antecedente de una acción como aquella.

La «Carta al patriota» fue su gran error, hasta dicho momento fue nuestro vocero.

Katiuska Blanco. Comandante, ¿y a María Antonia Figueroa sí la encontró?

Fidel Castro. María Antonia Figueroa era una de las personas más revolucionarias entre los ortodoxos de Santiago de Cuba que apoyaban la lucha radical contra Batista. Yo contaba con ella, pero, como ya expliqué, solo una persona en Santiago, Renato Guitart, conocía nuestro proyecto de iniciar la lucha por Oriente. Prevaleció, por tanto, el hermetismo total. Del mismo modo, aunque contaba con su apoyo de antemano por su papel en la resistencia política al 10 de marzo como líder joven de aquel partido en Santiago, María Antonia no conocía una palabra de nuestros planes. Por ello, unas horas antes de la acción armada quise cerciorarme de su presencia en Santiago el 26 de julio, no para informarle de la acción, sino para conocer si estaría o no en la ciudad.

Ha transcurrido más de medio siglo desde entonces y no puedo asegurar con certeza cada detalle de lo que hice aquella noche, varias horas antes del ataque. Me ocupé de muchas cosas, principalmente de las relacionadas con el combate al  amanecer para ocupar la fortaleza. De una sola cosa estoy seguro: me atuve estrictamente a las normas trazadas. Cualquier contacto con María Antonia estaría relacionado con la búsqueda de información.

Katiuska Blanco. Montané y Ramiro iban en el grupo de voluntarios que tomaron la posta principal de ataque en el Moncada. Recuerdo el testimonio de Ramiro sobre cómo consiguieron penetrar en el cuartel y neutralizar a un grupo de soldados en las barracas. También contaba sobre la impresión por el disparo de calibre grueso que penetró quemante en la frente y lanzó de golpe hacia atrás a Renato, en la misma garita de la posta. Comandante, ¿podría continuar relatando los hechos?

Fidel Castro. El tiroteo no fue muy prolongado. En realidad, lo que ocurrió después fue que se quedaron algunos compañeros aislados. Resistieron y se mantuvieron allí durante bastante tiempo en el combate del cuartel. Al grupo del hospital, que no comprendió lo ocurrido la gente que yo creí en una misión más segura, le cortaron la retirada y los combatientes que lo integraban hicieron resistencia.

La acción del Moncada era una operación sorpresiva, fulminante. Si no se hacía así, en cuestión de minutos, no se podía tomar aquel cuartel ni la guarnición. Contábamos con 120 hombres ante más de 1000 soldados con armas mucho más potentes y poderosas. La toma del cuartel partía de la sorpresa, de la confusión total; primeramente llegar, tomar los man dos y además las barracas donde dormían las tropas. Con la guarnición movilizada era imposible tomar el cuartel porque no disponíamos de morteros, cañones ni bazucas. Si nuestro grupo hubiera tenido 10 o 15 cañones sin retroceso, 6 o 7 morteros, armas automáticas, tal vez lo hubiera logrado.

Pero nuestras armas eran las escopetas y los fusiles 22; servían perfectamente para lo que íbamos a hacer: tomar sorpresivamente el cuartel, apoderarnos de los puestos de mando y de las entradas de todas las barracas y hacer prisioneros de cerca, en un combate muy próximo. Para ello eran útiles tales armas, no para un combate de asalto contra una fortaleza militar; ni las armas eran adecuadas ni los hombres habían sido preparados para eso. Era una proporción de 15 contra 1 y ellos con armas de guerra. Es decir, no se trataba del asedio a una fortaleza y la toma de una fortaleza, como hicimos después en la guerra. Lo que habíamos previsto era una operación comando, fulminante, sorpresiva; precisamente, como falló la sorpresa, no se pudo tomar el cuartel.

Nosotros habíamos observado y estudiado con anterioridad todos los movimientos en el cuartel: los lugares, las postas, sus recorridos, los horarios... Ahora, ¿qué imprevisto surgió? ¿Por qué no pudimos tomar el cuartel? Estoy seguro, ciento por ciento, de que fue por la presencia de la patrulla cosaca que organizó la jefatura del cuartel con motivo de los festejos de los carnavales en la posta principal, una patrulla de guardia militar con cascos, uniformes diferentes y ametralladoras, que iba y venía de la avenida a la posta principal. Eran guardias militares, de los que establecen el orden. Parece que fue una medida de seguridad por si los soldados bebían con motivo de las fiestas, no porque estuvieran esperando un ataque. Como aquella era la entrada principal, la patrulla caminaba desde la posta hasta la avenida, dos manzanas aproximadamente.

Nuestro plan consistía en avanzar primero por la carretera de Siboney, luego continuar por la avenida Garzón dentro de la ciudad y doblar a la derecha hacia la entrada principal del Moncada, a 200 metros de la avenida, y penetrar por allí al cuartel. Delante iban los carros que se dirigían al hospital civil, la zona de previsible menor peligro, Abel iba en uno de ellos. Calculé el tiempo para que fueran entrando simultáneamente. Les seguía el grupo con la misión de tomar el Palacio de Justicia, y después mi columna, que debía tomar el puesto de mando y las barracas.

Si nosotros lográbamos entrar vestidos de sargentos y tomar el puesto de mando y la entrada de las barracas con los soldados aún durmiendo, los hubiéramos sorprendido. Al despertar, se hubieran encontrado a unos sargentos apuntándoles y diciéndoles: «¡Manos arriba, al patio!». Y ya en el patio ubicado al fondo, estarían rodeados desde lo alto por el edificio del Palacio de Justicia, por el hospital y por nosotros en el cuartel, desde el puesto de mando y las barracas. El patio estaría dominado por nuestras fuerzas desde todas partes. Allí pensábamos mantener prisioneros a los soldados.

Los compañeros que iban delante de mí unos 100 metros tenían la misión de bajarse y desarmar la posta. La columna mía, con unos 90 hombres, la de penetrar hasta el puesto de mando y tomarlo, mientras los demás ocupaban la entrada de las barracas. Seleccioné voluntarios para tomar la posta; en aquel carro viajaban Montané uno de los jefes del Movimiento, Renato Guitart, José Luis Tassende, Ramiro Valdés y otros valiosos cuadros y combatientes.

Nadie sabía de la existencia de la patrulla que caminaba en aquellos precisos instantes desde la avenida Garzón a la posta principal, eran dos hombres con ametralladoras Thompson, brazaletes y cascos de guerra. Todo hasta entonces iba a pedir de boca.

El primer carro dobló y avanzó bien, perfectamente; pero cuando llegó a la posta, la patrulla ya estaba bastante cerca de la misma. Cuando doblé, pude ver que el carro había llegado a su destino más o menos a 100 metros del mío, se detuvo y el grupo de la vanguardia tomó la posta sin un tiro ni dificultad alguna, pero la patrulla cosaca vio pasar el carro y se quedó mirando. Yo, que iba detrás, despacito, me di cuenta de que los guardias, alarmados por el movimiento en la posta, a 60 metros de ellos, adoptaban la actitud de disparar contra los que actuaron en la misma.

La columna mía la integraban 10 o 12 carros, con unos 90 hombres incluidos los que tomaron la posta. Ya teníamos un carro menos porque se había ponchado en el trayecto, pero para cumplir nuestra tarea con éxito ello no representaba una pérdida sensible, pues apenas necesitábamos 60 hombres para realizarla. Cuando vi que la patrulla cosaca podía tirarles a los combatientes que habían ocupado la entrada, sentí el instinto de neutralizarla.

Yo iba detrás manejando, llevaba una pistola y la escopeta automática; decidí proteger a los del primer carro y además quitarle las ametralladoras a la patrulla. De súbito, los dos soldados se viraron hacia nuestro carro que estaba a dos metros de ellos, apuntando con sus ametralladoras. Al parecer sintieron el ruido del vehículo y por eso se viraron y apuntaron hacia nosotros. De un timonazo lo lancé sobre ellos.

Por mi derecha las puertas se abrieron y salieron dos hombres, uno de ellos disparó. Los soldados quedaron tan sorprendidos que no tiraron. Al bajarse un compañero y sonar el disparo, todos los combatientes que iban en los demás carros se bajaron con sus armas y tomaron el edificio grande que tenían delante. La instrucción recibida por ellos era que cuando yo tomara el puesto de mando ellos avanzaran sobre las barracas, y fue lo que creyeron que hacían. Cuando sonó el primer disparo empezaron a sonar tiros por todas partes.

Yo sabía que aún estábamos fuera del cuartel, pero nuestra gente no, y cuando se bajaron de los carros inmediatamente entraron y ocuparon un edificio de tipo militar. Realmente habían tomado el hospital militar ubicado fuera del cuartel. Además, dominaron también toda la calle. ¡Había que ver aquel edificio!, tenía ciertamente aspecto de cuartel, y la gente, decidida y rápida, obró según lo indicado. ¿Cuántos serían? Alrededor de 60, porque no toda la columna que me seguía pudo doblar, solo una parte disponía de espacio para hacerlo. No puedo decir si fueron seis carros, si fueron siete, si fueron ocho. Puede ser que tras el paso del carro de los estudiantes comecandela, que trataron de adelantarse, algunos se confundieran y los siguieran. El caso es que llegué allí con menos hombres que los inicialmente previstos, pero bastaban para la acción. Si lo que ocurrió frente al hospital se hubiera dado dentro del cuartel, no necesitaba más combatientes.

Más tarde pensé muchas veces en aquel episodio. Lo que hice fue correcto, tratar de proteger a nuestra gente y, además, desarmar a los dos hombres de la patrulla enemiga que iban a disparar contra ellos. Después de mucho meditar y leer sobre dicho problema, considero que la mejor forma en que habría protegido a los ocupantes de la posta era olvidándome de la patrulla y avanzando rápidamente. El resto de los carros habría seguido. Ya teníamos franqueada la puerta del cuartel, y el plan se habría cumplido con exactitud, porque todo salió perfecto hasta ese minuto.

 Me percaté de la situación creada y realicé un especial esfuerzo por reorganizar la columna. Entré en el hospital, cuya planta baja tomaron enseguida nuestros combatientes, y los saqué para continuar hacia el puesto de mando enemigo: «¡Este no es el cuartel, es el hospital!», les grité. Recuerdo que en los primeros momentos un hombre se asomó y resultó herido, fue el único que hubo en aquel edificio. Lo hirió alguien que disparó muy cerca de mí, casi me dejó sordo. Intenté que subieran de nuevo a los carros, pero ya las balas silbaban por todas partes, el tiroteo era tremendo. A pesar de todo, traté de organizar otra vez el ataque y franquear los muros. Casi lo consigo, ya tenía los primeros carros dispuestos nuevamente con los hombres que venían en él, cuando, por alguna razón, uno de estos se adelantó, dio luego marcha atrás y chocó mi propio carro.

En realidad, todo el esfuerzo que hice por reorganizar la columna otra vez fue en vano, porque no fue posible. Cuando casi lo tenía conseguido se produjo el accidente, y parte de la gente se dispersó y se introdujo por callejuelas aledañas.

A todas estas se levantó el cuartel y se activó la alarma que hacía un ruido increíble, estuvo sonando ni se sabe qué tiempo. Alguien la activó o tal vez era automática. Era el ruido más infernal que he oído en mi vida. Se despertó la guarnición, y habrían pasado ocho o diez minutos incluso quizás menoscuando un hombre se encaramó en un punto desde el que, con una ametralladora 50, se dominaba la calle donde nos encontrábamos. Recuerdo que me ocupé de aquel hombre. Él trataba de agarrar la ametralladora 50, parecía un monito allí dando saltos, y yo disparaba. Se tiraba al suelo, volvía otra vez a tratar de agarrarla, yo volvía a disparar con mi escopeta de balines. Le hice varios disparos, no dejé que se aproximara y utilizara el arma, mi problema era que no la agarrara y, por fin, no disparó en todo el tiempo que nosotros estuvimos allí.

¿Qué se hizo de aquel hombre que varias veces trató de ocupar el arma? ¿Murió? ¿Se retiró? No sé lo que pasó con el hombre, pero el hecho es que no tiró con la ametralladora 50. Me di cuenta de que resultaba ya absolutamente imposible tomar el cuartel; entonces di la orden de retirada. En aquel momento pensaba en la acción de Bayamo.

Tras retirar a todos, me dispuse a salir en el último carro y, cuando ya estaba montado, vi a un hombre nuestro aparecer allí. Me bajé y le dije: «¡Móntate!». Me quedé yo solito. No veía a nadie más, evidentemente permanecían algunos compañeros, pero yo no los veía. Me quedé solo en medio de aquella calle, casi frente al hospital.

Entonces, ocurrió algo insólito. Parado allí solo, sin ver a ningún otro compañero por toda la calle, entró un carro, lo manejaba un muchacho de Pinar del Río que ya murió, él me recogió. Entró desde la avenida Garzón, cuando ya todo el mundo se había retirado. Le había dicho a nuestra gente que me esperaran en la avenida, y uno de ellos entró y me recogió. Ricardo Santana se llamaba aquel joven audaz. ¿De dónde vino? No lo sé, pero fue una acción arriesgada, tremenda. Si él no me hubiera recogido, me habrían matado allí.

El combate duró alrededor de 10, 12, 15 minutos. Salí pensando en los muchachos de Bayamo y tuve la idea de seguir por aquella misma avenida hacia el cuartel de El Caney, con el propósito de tomar el escuadrón, situado a pocos minutos, y abrir allí un frente porque me imaginaba que los combatientes de Bayamo ya habían tomado su cuartel y de repente se iban a quedar solos. Si no habíamos tomado el Moncada, era necesario salir y emprender una acción militar que sirviera de apoyo a quienes teníamos allá.

Cuando avanzaba por la avenida, los carros que iban delante, al llegar a la entrada de Vista Alegre, no esperaron, siguieron y doblaron a la derecha, hacia la granjita, a unos diez o doce minutos de allí; en lugar de hacerlo por Vista Alegre, que más adelante conecta con una pequeña carretera, la cual conduce directamente hacia el pueblo y el cuartel de El Caney. Como iba en el asiento trasero no pude siquiera corregir el rumbo de aquel carro y menos el de los demás. Hubiéramos podido sorprender a la guarnición de aquel cuartel, vestidos todavía con los uniformes de sargentos. Puede decirse que aquel uniforme causó gran confusión en el propio Ejército. Si no hubo mayor cantidad de bajas entre nosotros en el combate, fue por tal razón. Creamos una confusión total, un caos absoluto, en el que los únicos que sabían lo que estaba ocurriendo éramos nosotros. Aunque el hombre de la ametralladora 50 sí sabía que los que estábamos allí éramos atacantes y adversarios.

La causa del fracaso fue la aparición inesperada de aquella patrulla. Lamento mucho que no se haya podido llevar a cabo el plan. Si en algún momento yo hubiera tenido que hacer de nuevo un plan, lo habría hecho idéntico. Hoy, con la experiencia adquirida, le paso por delante a la patrulla y sigo, la caravana de carros la hubiera paralizado, no habrían disparado.

Katiuska Blanco. Entonces había que aplicar la variante de tomar el camino de la Sierra.

Fidel Castro. En realidad, el combate se prolongó por los hombres que siguieron combatiendo aisladamente, algunos como Guitart y Tassende entraron individualmente en el cuartel. Pedrito y otros se introdujeron por algunas calles cercanas. No tenía sentido mantener un cerco con varias decenas de hombres, sin armas de guerra, contra 1500 soldados; por eso di la orden de retirada.

Estaba claro, era elemental que no podíamos tomar el Moncada. Traté de ocupar otro cuartel, pero la gente que salió por la misma avenida se fue, como expliqué, hacia Siboney. Cuando llegué a la granjita había desmoralización provocada por el fracaso. Algunos se estaban cambiando la ropa, quitándose los trajes, vistiéndose de civil y dejando a un lado las armas.

Ya lo único que quedaba como destino era la montaña, incluso logré reunir un grupo, con el que salí de Siboney y emprendí la marcha hacia las montañas. Llevábamos uno o dos hombres heridos y, además, en aquel recorrido a alguien se le escapó un tiro. Entonces, ya teníamos como dos o tres heridos. Montané estaba muy débil, y por eso los mandé de vuelta para tratar de salvar a los heridos. Les indiqué que trataran de llegar de alguna forma a la ciudad. Habían transcurrido ya tres o cuatro días después del asalto.

El fracaso hizo un impacto grande en la gente. Muchos compañeros se desalentaron, incluso, quienes eran capaces de realizar las acciones más atrevidas en otras circunstancias, no tenían la misma disposición. Recuerdo el ímpetu con que tomaron el edificio frente al cuartel. Se bajaron de los carros con prontitud y decisión, con un arrojo tremendo, parecían soldados veteranos. Hicieron así: ¡Ra!, y lo tomaron todo, el hospital militar y todo lo que tenían delante lo dominaron.

Después de aquella experiencia pensé que tal vez, si hubiera sonado un tiro dentro del cuartel se habría tornado terrible la situación. No sé lo que habría pasado, porque cuando sonó el primer tiro, todo el mundo disparó; no sé a qué ni a quién, todo el mundo disparó. Por un milagro no nos matamos entre nosotros mismos durante los escasos 15 minutos que duró la acción fundamental. Porque desde el principio ideamos el plan no como un asedio ni un cerco al cuartel, sino como algo fulminante, sorpresivo, una operación comando que si no se realizaba de tal forma, no se podía lograr.

Creo que hice lo correcto. Retiré la gente y traté de proteger a los hombres. Lo que me reprocho es el modo en que me propuse desarmar a los guardias, en el intento de proteger a mis compañeros. Debí atinar a socorrerlos olvidándome de la presencia de la patrulla, pero para eso debía tener entonces la experiencia que no poseía. Es lo que me reprocho. Tratar de proteger a la gente era un objetivo correcto, pero en realidad la forma adecuada no era la que puse en práctica sino una de índole psicológica: pasarles por el lado a los guardias y no hacerles caso.

A tales conclusiones llegué después leyendo mucho sobre acciones de guerra.

Siempre me dolió mucho porque realmente yo hubiera querido tomar el cuartel. Años después no solo tomamos el Moncada, sino la ciudad entera resguardada por 5000 soldados, algo muy difícil. Al final de la guerra yo quería tomar el Moncada, pero la guarnición se rindió. No hubo que atacarlo.

Katiuska Blanco. Comandante, usted aún no lo sabía, pero sé que después aquilató la audacia y decisión de Raúl en las acciones simultáneas en el Palacio de Justicia. Él iba de soldado bajo el mando de Léster Rodríguez, cumplió al detalle todo lo previsto en el plan de ataque y en un instante tremendo sal vó la vida de varios de los compañeros de su grupo a golpe de temeridad y valor. Los hechos lo convirtieron en el jefe de la fuerza insurreccional destacada en aquel sitio próximo al cuartel Moncada. Raúl ganó en el combate, por derecho propio, un lugar protagónico en la historia. Ya no era únicamente su hermano, a cuya participación en el asalto al Moncada usted no podía negarse, por mucho que en casa contrariara a sus padres o porque ellos y usted mismo entristecieran si la suerte o el destino le resultaban adversos en el peligro. Tassende defendió por él su derecho y una lógica terminó por convencer: si Raúl no iba a la acción, en La Habana de todas formas lo iban a matar. A la hora cero Raúl iba armado con un Springfield. Antes había tomado un Winchester de los de Birán porque sabía disparar con ellos, pero Miret le dijo: «Suelta eso y coge una escopeta de balines que es mejor, más segura, porque abarca más espacio». En el auto en que se desplazaban de la granjita Siboney al Palacio de Justicia iban delante el chofer, Léster y él, y en el asiento trasero tres compañeros asignados a aquella misión. Como ustedes habían estudiado en Santiago, Raúl conocía el camino. «Pasa por aquí, sigue por aquí», le indicó al chofer. A la altura de la Plaza de Marte le comentó a Léster, que era de Santiago e iba al frente: «Oye, nos pasamos, el lugar quedó atrás». «Ah, sí, da la vuelta», ordenó Léster al conductor.

Raúl percibió que al dar la vuelta y entrar por un desvío perdieron un tiempo que era oro entonces, había sido un primer inconveniente, una fatalidad irremediable que pesó en todo después, porque de no demorar, habrían llegado a tiempo para apoyar y definir favorablemente el curso de los acontecimientos.

Al llegar al objetivo, Raúl fue el primero en bajarse del auto y le pegó la escopeta a un cabo que se aproximaba con una pistola 38 con una cacha del 4 de septiembre y la bandera detalle que la memoria de Raúl registró en un concierto de tensiones y apuros, como un flashazo que por el resto de su vida lo llevaría a aquellos momentos cruciales. Entró al edificio y desarmó al cabo. Luego tocó suavemente en la primera puerta que encontró. En aquel minuto comenzó el tiroteo. Cogió la escopeta y la pistola, mientras el guardia, encañonado por otro compañero, permanecía contra la pared. Raúl golpeó la puerta con dos culatazos y de súbito tuvo ante sí a un sereno desarmado, un hombre de edad madura con mirada de asombro. Le preguntó: «¿Hay más guardias aquí?». El hombre respondió con la misma interrogante «¿Que si hay más guardias aquí?» y con la respuesta breve: «Ah, sí», al tiempo que señalaba justo a la entrada, a la derecha, otra puerta. De una patada, Raúl la abrió. Del otro lado, un cuarto con un bañito, y en la estancia unos guardias se vestían con lentitud insólita en tales circunstancias, su paciencia demostraba los pocos deseos de salir, de involucrarse Raúl les quitó los fusiles y dos revolvones y los dejó encerrados. «Quédense quietos aquí», fue la orden que les espetó en medio de la confusión. Se percató de que no comprendían nada, al verlos vestidos como militares con grados de sargentos

Entonces Raúl subió a la azotea. Durante el ascenso paró en algunos pisos y a través de las persianas de los ventanales intentó descubrir lo que sucedía en el Moncada. Cuando llegó arriba el tiroteo aún era intenso. Iba a dispararle a un guardia que le quedaba justamente abajo, en una de las torres del cuartel, pero el hecho de que el militar estuviera de espaldas lo hizo desistir, no consiguió ignorar la desventaja del otro y bajó la mira de su arma. Luego, aquel mismo soldado se viró y desde una posición fortificada comenzó a disparar hacia lo alto. Para entonces, ya Raúl disparaba certeramente con su Springfield y esquivaba las ráfagas provenientes de la parte trasera del Palacio de Justicia. Combatieron todo el tiempo hasta que vieron la retirada. Él indicó a los demás asaltantes: «Vayan bajando ustedes, yo me quedo». Lo hizo el mayor tiempo que le fue posible mientras observaba con ansiedad el aciago curso de la acción de ataque al cuartel. A ciencia cierta, Raúl no sabía si sus compañeros habían descendido por las escaleras cuando bajó por el elevador. La sorpresa sobrevino después, al salir del recodo donde se encontraba la puerta del ascensor, en el lobby. Seis guardias armados con metralletas Thompson y otros fusiles habían penetrado en el edificio y encañonaban a Léster y a los otros jóvenes. Raúl, al salir inesperadamente vestido de militar, captó la perplejidad y vacilación reinantes y en fracción de segundos le arrebató el arma al jefe de los guardias y a gritos ordenó «¡Al suelo!». Los seis militares se tiraron al piso y el grupo los desarmó. Raúl los condujo al mismo cuartico donde los otros soldados y el sereno permanecían encerrados. «¡Tranquilos ahí, no se muevan!», les recomendó y trancó la puerta con llave. A los muchachos les dijo: «¡Vamos a botar las armas para afuera!». Lo ordenó para que a los guardias les resultara imposible alcanzarlas rápidamente. «¿Y Léster?», preguntó. Uno le dijo: «Yo lo vi ahora aquí». El chofer aguardaba por ellos y el carro aún estaba ahí. Todos acataban sus órdenes y entonces les recomendó: «Salgan y espérenme en la bocacalle, al atravesar la avenida…». El grupo salió y él comenzó a buscar a Léster en la planta baja, donde lo había visto antes: «Léster, Léster», repitió alto durante unos segundos largos, pero no lo encontró y ya no había tiempo para más. Decidió salir. Una ráfaga empolvó el aire y él imprimió velocidad a sus acciones, saltó sobre un talud a pura adrenalina para caer en medio de la avenida y reunirse con los otros cuatro compañeros, que cumplieron con exactitud la orden y, fielmente, lo esperaron allí. «¿Y Léster?», indagaron. «No se sabe dónde se metió. Dale por ahí», dijo. Solo él conocía Santiago. Comenzaron a dar vueltas por la ciudad como en un tiovivo que nunca lleva a ninguna parte sino a los mismos puntos recorridos, una y otra vez. De repente estaban en Ciudamar y él aconsejó: «Vamos a salir de aquí, que en este lugar sí estamos perdidos». Nunca concibieron probable la vuelta a la granjita Siboney. Estoy segura de que de imaginar que usted regresaba allí, Raúl lo habría hecho. Pensaron que a tales alturas el Ejército andaría por allí, cuando en realidad tardó mucho rato en salir a las calles. De regreso al centro de Santiago, por el Parque Céspedes, Dalmau, el dueño del carro, dijo: «Bueno, yo conozco aquí a una familia que se llama Méndez Cominches, es cerca de aquí», conocía la dirección. Raúl objetó: «Pero somos muchos. No podemos ir todos». Otro sugirió: «Yo conozco aquí a otra familia». Así vislumbraron dos o tres salidas, mientras él insistía: «¿Están seguros de que pueden ir?». «Sí, podemos ir», le respondieron. Coincidieron en que por separado tendrían mayores probabilidades de escapar. Se alejaron con rumbos diferentes. Raúl decidió refugiarse en la casa de la doctora Ana Rosa Sánchez, una opción que, desafortunadamente, terminó incrementando la zozobra puertas adentro de la casa grande en Birán.

Comandante, tanto Raúl como usted dieron la orden de retirada cuando se percataron de que ya era imposible tomar el cuartel, entonces, ¿qué pensó? ¿cómo se sentía?

Fidel Castro. Ante aquel revés, reparé en la certeza de que algo terrible había ocurrido. Un desastre después de tantos esfuerzos durante largo tiempo. Sin embargo, en aquel instante cru cial no me detuve a pensar, sino que me sentí preocupado por los combatientes de Bayamo que se iban a quedar aislados, pensé en otra acción militar que les sirviera de apoyo: tomar el cuartel de El Caney. Y desde luego, con las armas que ocupáramos, seguir la guerra en las serranías. Lo he narrado en numerosas oportunidades, he meditado mucho sobre tales hechos.

La reacción que tuve no fue quedar perplejo o paralizado, sino emprender la lucha de inmediato. Ya no sería nuestro plan original, no sería un golpe fulminante contra Batista ni un movimiento de gran impacto, había que cambiar totalmente la estrategia.

En Siboney agrupé a los que tenían mejores condiciones y con ellos decidí ir a las montañas. Claro, ya teníamos conciencia de que el armamento de que disponíamos no sería efectivo en las nuevas condiciones. Los revólveres, los fusiles 22 y las escopetas no serían de mucha utilidad en terreno abierto. Era emprender la marcha prácticamente desarmados; pero bueno, al menos podríamos defendernos a 20 o 30 metros del enemigo.

Ya en las montañas pasamos muchos días sin dormir.

Katiuska Blanco. Comandante, según la cronología de la Oficina de Asuntos Históricos, 19 hombres le acompañaron en la alternativa que usted propuso, tras el reagrupamiento en Siboney, de continuar la lucha en las montañas. Tres horas después, uno de ellos desistió. Quedaron 18 combatientes. 

Fidel Castro. En cuanto emprendimos la marcha, empezaron a aparecer aviones. Llegamos a un lugar y comimos algo. El empeño nuestro era escalar la montaña para salir al otro lado y evitar que nos cortaran la retirada. Avanzamos haciendo un esfuerzo descomunal, sobrehumano, en especial el primer día.

Recuerdo que en casa de un campesino nos cambiamos de ropa porque ya no hacíamos nada vestidos de sargentos. Alguien me facilitó una camisa, la que llevaba puesta en la foto que captan días después en el vivac.

Caminamos duro, pero no pudimos coronar la Sierra Maestra porque antes de llegar, ya atardeciendo, el Ejército había tomado todas las alturas y vimos a los soldados a 200 metros; a esa distancia nuestras armas no tenían efectividad alguna. En un combate entre los soldados y nosotros a 200 metros, no podíamos alcanzarlos. Ellos contaban con rifles Springfield 30.06 o fusiles semiautomáticos Garand de ese calibre. De milagro los soldados no nos vieron. No conocíamos aquellos lugares. Esperamos la noche y tratamos de escalar el alto, pero no pudimos porque vimos luces. A todos los puntos claves habían enviado cientos de soldados para cortar nuestra posibilidad de retirada. Entonces, nos movimos al sur de la Sierra Maestra, con muchas dificultades, mucho trabajo, mucha hambre, durmiendo en las laderas, en las peores condiciones. Fue agotador para nuestra gente. Los heridos estaban mal. Cuando por accidente tuvimos otro herido en el grupo, decidimos que intentaran regresar a la ciudad y continuar con un grupo más reducido de combatientes.

Permanecimos cerca de una semana moviéndonos por aquellos lugares, tratando de buscar una brecha, un sitio por donde eludir al enemigo. Entonces comprobamos que resultaba muy difícil romper monte. Pensamos en aproximarnos a la bahía y cruzar en un bote al otro lado.

Katiuska Blanco. Comandante, a pocas horas del asalto, ya los medios de difusión masiva hablaban de lo ocurrido, notificaban gran número de muertos y heridos. ¿Cómo recibió las noticias que reportaban la muerte de tantos asaltantes? ¿Qué idea pasó por su mente?

Fidel Castro. Por aquellos días, a través de la radio, empezaron a trasmitirse noticias oficiales que registraban casi a las 24 horas, al otro día, el lunes 80 muertos de los nuestros, un mínimo de soldados caídos y 22 heridos. En los partes noticiosos se decía: «Esos tienen que haber muerto en los primeros momentos allí…».

En cuanto notificaron 80 muertos entre los atacantes, me percaté de la dura realidad: habían capturado y asesinado a los prisioneros. Hicieron lo que siempre hicieron ellos y lo que hizo Batista a lo largo de la historia: asesinar prisioneros, incluso personas que no habían participado en la acción. A la mayoría de los extraviados los mataron; a todo el que agarraban lo asesinaban. A los compañeros del hospital, que fueron los primeros en ser capturados, los hicieron prisioneros y los mataron a todos, y a cuantos fueron apareciendo los tres o cuatro días que siguieron. En Bayamo ocurrió que por un percance tampoco tomaron el cuartel y del mismo modo nuestros hombres corrieron diversa suerte; pero los que escaparon de la muerte lo hicieron milagrosamente.

Pasados cinco o seis días, existía cierto clima más difícil para el asesinato impune. La Iglesia estaba de por medio; el arzobispo de Santiago de Cuba intervenía ya en la cuestión de preservar la vida de los detenidos. Se suscitó una gran repulsa contra los crímenes y se consiguió cierta garantía, a un grupo que no estaba en condiciones de romper el cerco le planteé la necesidad de acogerse a la garantía gestionada por el arzobispo, y me quedé con dos de los jefes.

El grupo más amplio de compañeros, quienes de modo general se encontraban en un estado físico deplorable, quedó en casa de un campesino comprometido con contactar al arzobispo. Los demás nos alejamos de allí aproximadamente tres kilómetros, lo más pronto que nos fue posible. Por honor decidí persistir en mi empeño combativo y no acogerme a ninguna garantía; además, un elemental sentido común me decía que para mí no valía ninguna seguridad, mediación, «armisticio »; es más, si hubiese existido la posibilidad de que mi vida fuese respetada, nunca lo habría aceptado. Así, convencidamente, lo puedo afirmar de forma absoluta. Me sentía con la máxima responsabilidad y no renunciaría a la idea de continuar la lucha. Era un deber irrenunciable persistir y no abandonaba la posibilidad de resistir en las montañas. Ya cuando lo de Cayo Confites, pensé en internarme en la Sierra Maestra para continuar la lucha. Toda mi vida anterior señalaba tal camino. Crecido en el campo, cabalgaba solo a los Pinares y nunca sentí temores por largo, desolado y difícil que fuera el empinado trayecto. Además, de niño había vivido en Santiago y en reiteradas excursiones conocí la bahía. Todavía hoy cierro los ojos y me imagino siguiendo el recorrido ideal: seguir caminando a lo largo de la carretera en dirección a Santiago, del lado de allá, y llegar a la bahía por el oeste, tomar algún bote de pescador, cruzar de noche y alcanzar la bahía por el este e internarme en la Sierra Maestra para continuar la lucha desde allí con hombres que reclutaríamos en lo adelante. Las armas también las conseguiríamos después.

Katiuska Blanco. Claro que usted pensaba cruzar la bahía en una embarcación de pescadores, pero de todas formas aquel anhelo trae a mi pensamiento que el trovador Sindo Garay siendo un niño, por la parte estrecha, casi por la boca de la bahía, cruzó a nado hacia el otro lado, es decir, hacia el oeste, para llevar un mensaje a los mambises. Él era muy martiano y recordó toda su vida que había conocido a Martí en Dajabón, Haití, cuando el Apóstol hacía el viaje rumbo a la guerra en Cuba.

 Estuve cerca de la desembocadura de la bahía a comienzos del año pasado [2009] y admiré el paisaje a la distancia, por esa razón puedo visualizar el trayecto que usted imagina al cerrar los ojos. Pero ello no fue posible porque entonces, en un desliz, los capturaron, ¿verdad?

Fidel Castro. Nos capturaron un sábado, la acción fue el 26 de julio y nos apresaron el 1º de agosto. Desde el punto de vista físico, estábamos exhaustos debido al hambre, las malas noches y la falta de recursos; pero bueno, aún así mi decisión era firme, me sentía bien y habría podido continuar. No había cumplido todavía 27 años.

Alejado ya como tres kilómetros del lugar donde habían quedado nuestros compañeros que se acogerían a la mediación de la Iglesia, cometimos un error en que no habíamos incurrido con anterioridad. Invariablemente dormíamos en pleno monte, pero para descansar al menos algo, pensamos refugiarnos en un vara en tierra que descubrimos, donde podíamos salvarnos de la humedad y el frío, del sereno en las amanecidas. Acostarnos a dormir en la casita de guano fue un grave error. Nunca más en la guerra lo hicimos, porque de algo le valen a uno las experiencias amargas.

Dormimos como piedras, sin guardia; los tres nos acostamos a dormir, con nuestros fusiles y pistolas. Éramos José Suárez Blanco Pepe, Oscar Alcalde y yo. Pepe era el jefe de la célula de Artemisa y Oscar, miembro importante del grupo de [Raúl] Martínez Arará.

Los soldados salieron a buscarnos aquel día más temprano de lo acostumbrado, antes del amanecer. Yo aún estaba medio dormido cuando sentí unos golpes que parecían como las pisadas de un caballo; era la patrulla de soldados subiendo la colina, golpeando con el fusil.

Me pareció muy raro, era demasiado temprano. Siempre ha sido un misterio para mí qué pasó aquel día, porque indiscutiblemente a las patrullas que lanzaron a buscarnos, que eran varias, les dieron la orden muy temprano para esa jornada. Cuando dieron conmigo, no fueron a la casa del campesino ubicada a dos o tres kilómetros, sino precisamente al lugar donde estábamos. A los soldados se les ocurrió registrar allí, empujaron la puerta y nos despertaron con los fusiles sobre el pecho. Estábamos nada menos que en manos de nuestros enemigos, en manos del Ejército.

Mi estado de ánimo durante los siguientes días fue de una infinita amargura, una indignación terrible, porque comprendí que habían asesinado a todos los prisioneros. Sentía irritación, indignación y amargura. Sin embargo, no me desplomé. A pesar de la adversidad de que se habían perdido muchos compañeros, muchas vidas valiosas, tenía algo todavía: la decisión de luchar.

Sin discusión, aquel fue un momento difícil, con los fusiles de los soldados sobre el pecho, sin poder hacer nada, ¡dormidos! Fue un momento terrible; pero de súbito, me entró como una especie de resignación. Sentía infinita amargura e irritación por el error cometido. Me consideré muerto. Creo que no nos mataron en el acto porque inicialmente no dimos nuestros nombres. Con los soldados sedientos de sangre y deseosos de matar, la actitud de [Pedro] Sarría, el teniente negro, se tornó decisiva. Él los tranquilizaba diciéndoles: «Las ideas no se matan ». Empezó a decir una y otra vez como en un susurro: «No disparen, no disparen, las ideas no se matan». Los soldados comenzaron a decir que nosotros habíamos ido al Moncada a matar soldados, hablaban alto y con un gran machismo. «¡Vinieron a matar soldados!», decían. En aquel momento entablé una polémica con ellos.

Katiuska Blanco. Fue una actitud temeraria, parecida a la que asumió en El Bogotazo cuando discutió con el dueño de la casa de huéspedes donde se había refugiado, y de súbito por ello lo expulsaron de allí y estuvo en la calle en pleno estado de sitio.

Fidel Castro. Sí, fue realmente temeraria, casi suicida. Les dije: «Nosotros no venimos a matar soldados, venimos a libertar este país». Y respondieron: «No, nosotros somos descendientes del Ejército Libertador». Les discutí otra vez: «¡Ustedes lo que son es descendientes del Ejército español, los descendientes del Ejército Libertador somos nosotros!». Entablé una discusión seria y exaltada porque ya me daba por muerto, es la  verdad. No podía soportar lo que estaban diciendo, y me dije: que salga el sol por donde salga. Y entonces Sarría reiteró una y otra vez: «Las ideas no se matan». Lo decía bajito y con una convicción estremecedora. Aún hoy conmueve pensar en un hombre de una integridad y valor tales como para repetir dicha frase como quien enarbola un principio o una bandera.

Los soldados rastrillaban sus fusiles sobre nuestras cabezas. Tenían las venas hinchadas por la cólera, estaban sedientos de sangre. Por eso fue vital la presencia de Sarría, que aún no me explico cómo pudo contenerlos. Los soldados conocían que el Ejército había matado a muchos de los nuestros y probablemente era lo que pensaban hacer con nosotros. En medio de la tensión, Oscar Alcalde le dijo a Sarría que él era masón y quizás también tal iniciativa o confesión suya nos salvó la vida.

Katiuska Blanco. Sarría sospechó que era usted desde el primer momento. Él testimonió una vez al periodista Lázaro Barredo: «A Fidel lo conocí en la Universidad años atrás. Me acuerdo que vivía frente a donde yo paraba en el edificio del Cuerpo de Ingenieros, pues como militar, cuando iba a La Habana, para economizar hoteles y eso, paraba en un cuartel que estaba en la calle Tercera esquina a Dos, en el Vedado, que era donde estaba el Cuerpo de Ingenieros y allí, mientras me examinaba, reposaba y estudiaba, quedaba en ese lugar de 15 a 20 días. Fidel vivía frente por frente, en un apartamento. Quiere decir que eso fue por el año 49 o 50, yo empezaba la carrera de Derecho y Fidel la terminaba []. Y entonces, en esa época, en que yo todavía no había suspendido los estudios nos encontrábamos de cuando en cuando en la Universidad y hablábamos relativamente algo. Cuando yo le pongo la mano sobre la cabeza, mis soldados no saben lo que yo quiero con eso; pero Fidel sí. Seguro que él pensó que lo he reconocido, pero lo calla también».

Aquello fue lo que dedujo Sarría en tal instante, pero por lo que le he escuchado, Comandante, usted no lo reconoció a él. No supo que Sarría lo conocía de la Universidad. ¿Qué usted recuerda desde su visión de entonces?

Fidel Castro. Después de lo que conté nos amarraron, y cuando nos levantaron para marchar a la carretera se sintieron disparos muy cerca de nosotros. Alguien dijo que nos tiráramos al suelo; pero creí que se trataba de una estratagema o engaño para matarnos inermes, y dije: «Yo no me tiro. No me tiro al suelo. Si quieren matarme, mátenme de pie». Sarría me escuchó y agregó: «Ustedes son muy valientes, muchachos, ustedes son muy valientes». Ante su gesto y caballeroso comportamiento, decidí retribuirlo con la verdad: «Teniente, yo soy Fidel Castro», y en el acto me pidió: «No se lo digas a nadie, no lo digas». Escucho cada palabra como si todo aconteciera hoy mismo. Le agregué que era el principal responsable de los que estaban conmigo. Le dije que no quería engañarlo.

El teniente Sarría se convirtió en un ángel de la guarda  para nosotros, fue como si bajara del cielo para protegernos.

Katiuska Blanco. Y en su trayecto hacia el vivac, unidad custodiada por la policía, ni siquiera pasó por la avenida Garzón, lo hizo por otro lado, para no tener que pasar con usted próximo al cuartel Moncada.

Fidel Castro. Efectivamente, él no me llevó para el cuartel Moncada. En el trayecto hacia el vivac de Santiago de Cuba todavía en la carretera de Siboney, se le interpuso el comandante Pérez Chaumont, muy conocido por asesinatos cometidos, quien le ordenó que me entregara a él como prisionero. Sarría se negó, le planteó que era responsable de mi detención y debía ser él quien me condujera. Si me hubiera llevado al Moncada, nadie me habría salvado de la furia de los militares. En el primer momento me pusieron junto a un grupo, desde luego, sin poder hablar; no me maltrataron, fueron respetuosos. Los militares estaban muy satisfechos de haberme capturado y con la conciencia golpeándoles las sienes por los crímenes.

Katiuska Blanco. Escuchándole hablar de la ira de los soldados de la patrulla dirigida por Sarría, recuerdo que en una ocasión usted dijo que Batista fue el máximo responsable de la extrema agresividad de los soldados hacia ustedes. ¿Estoy en lo cierto?

Fidel Castro. Batista les hizo creer a sus soldados que nosotros éramos unos monstruos, que habíamos degollado a los soldados enfermos en el hospital una gran mentira. Por eso la responsabilidad principal la tenía Batista, porque envenenó a sus hombres contra nosotros. Además, los militares estaban muy ofendidos por el hecho de que un grupo de civiles se atreviera a enfrentarlos. Su sentido del honor militar y también de superioridad los hacía sentirse muy agraviados. Me recordaba la actitud aquella paternalista de los militares hacia los civiles en la embajada de Cuba en Bogotá, especialmente con nosotros, que habíamos vivido cuantas tribulaciones podrían imaginarse en la compleja situación tras el asesinato de Gaitán.

Batista multiplicó la irritación de los soldados con calumnias infames. En efecto, había entrado un grupo nuestro en el hospital, pero allí no dispararon, no llegaron a los salones donde estaban los enfermos. La única víctima, el único que pereció en el hospital fue aquel hombre que al comienzo del combate se asomó por una ventana. Fue la única víctima del hospital. La gente nuestra no llevaba cuchillos, sino armas de fuego.

 

 
 
 
 

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