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       Nabil Khalil PhD Sitio Web - Versión en Español

 
 
 
 

 

 

 

 

 

 

 

 Fidel Castro Ruz Guerrillero Del Tiempo-Capítulo 15.

 
 
 
TOMO II

04Prado Nº 109, primeras citas con jóvenes revolucionarios, día difícil, decepción, los preparativos para la acción, Birán, pedido a Ramón, Marcha de las Antorchas, infiltrar a los auténticos, entrenar en la Universidad, García Bárcena y su fracaso, hacer la Revolución, Tizol en las armerías, disparar con la escopeta de Hemingway, operación perfecta

 

Katiuska Blanco. De aquellos tiempos en que usted frecuentaba el local del Partido Ortodoxo en Prado N.º 109, escuché muchas historias. El comandante Ramiro [Valdés] recuerda que sus reuniones con los jóvenes del Movimiento eran hacia el fondo, tras el arco de una gran escalera en el patio central, a la izquierda. Pastorita narra que Ñico López y Abel Santamaría, en las fechas patrias, la alentaban a discursar allí sobre José Martí. Usted me habló de que, al salir del local, varias circunstancias se unieron y vivió un día difícil. ¿Podría evocarlas, Comandante?

Fidel Castro. Bueno, por aquellos días caminaba mucho por la calle, precisamente porque frecuentaba la oficina de Prado N.o 109, donde iba mucha gente de oficio, parecía un club; las personas acudían en busca de noticias y pasaban horas conversando, haciendo comentarios, sobre todo por las noches. Solían ir hombres, mujeres, jóvenes, simpatizantes del partido, contrarios a Batista. Bien podían reunirse mucho más de 60 personas todos los días.

Al gobierno no le preocupaba en lo absoluto lo que ocurría. Había recibido noticias de que se conspiraba, pero investigaban a los antiguos militares para saber si tenían contacto con el Ejército. Le preocupaban las actividades conspirativas que pudiera realizar el antiguo gobierno porque contaba con armas y dinero, no le prestaba ninguna atención a la Universidad ni al Partido Ortodoxo; no reparaba en la gente que se reunía en la oficina todos los días. Así que era un lugar perfecto para conspirar, para hacer contactos, porque nos evitaba tener una cita con alguien en una casa, después en otra. En aquel sitio de gran afluencia pública tenía encuentros y veía a los compañeros. Estábamos en plena actividad de organización del Movimiento, preparando a la gente.

Mi día infortunado pudo ser cuatro o cinco meses después del golpe de Estado, porque recuerdo que fue la última vez que perdí el carro. Podía moverme con cierta facilidad en el Chevrolet comprado a raíz de los servicios prestados a mi padre. En la mañana, como era habitual, fui a la oficina del Partido Ortodoxo. Era un día de verano, muy caluroso. Cuando llegué, no parqueé el carro en la calle Prado, sino un poquito más allá, en una calle contigua, Consulado, un lugar más discreto. Estuve unas dos horas en la oficina del Partido Ortodoxo, contactando con los compañeros y organizando las actividades. Al mediodía tenía ya cierto apetito y me dije: «Deja ver si voy al hotel a almorzar». Por supuesto, el hospedaje del hotel incluía la comida.

Salí de Prado N.º 109 y cuando llegué a Consulado a buscar el carro, no estaba, entonces imaginé que lo había descubierto alguno de los empleados de una de las empresas dedicadas a ubicar autos de propietarios que adeudaran letras de cambio. Parece que ellos tenían alguna llave especial, y cuando localizaban los carros se los llevaban sin que eso respondiera a una orden judicial.

Por cierto, Efigenio Ameijeiras, que después luchó con nosotros y se destacó mucho en la guerrilla, en aquel tiempo era uno de los empleados de la compañía que localizaba carros, a lo mejor fue él quien lo encontró. El caso es que se lo llevaron, y aquel hecho me dejó contrariado, porque no tenía ni un centavo para el ómnibus, debía seguir a pie.

Salí caminando y sentí deseos de tomar café y fumarme un tabaco para reflexionar un rato sobre el disgusto de perder el carro. Junto al local del partido, un pequeño cafetín acogía a todos aquellos clientes miembros del Partido Ortodoxo asiduos a Prado Nº 109; pero después del golpe todo cambió, ya no tenían el mismo trato hacia nosotros. Yo también tenía crédito allí y hubiera podido pedir lo que deseaba sin explicar nada, pero preferí ser honesto y le dije al dueño: «Mire, yo quiero tomarme un café, pero no tengo ni un centavo». El dueño del lugar, quien hasta entonces era amistoso conmigo, me dijo: «¡Ah!, entonces no». Y no me pude tomar el café ni fumarme el tabaco, algo que habría costado 20 o 25 centavos nada más. Me topé de repente con que perdí el carro y me negaron el café y el tabaco.

No dije nada, me levanté y empecé a caminar por la misma acera, del Paseo de Prado hacia arriba, sin carro, sin tabaco, sin café, y a pie, sin un centavo. Seguí caminando, crucé la calle Colón, miré hacia la izquierda y dos cuadras más allá vi el Palacio Presidencial donde se encontraba Batista. El edificio, rodeado de guardias militares con sus fusiles en ristre, imponía. Aquel panorama magnificente y de fuerza era el símbolo del poder que nosotros nos proponíamos destruir. Fue el momento en que tuve una apreciación muy nítida, muy clara, de lo que intentábamos lograr.

Seguí caminando y llegué a Prado y Neptuno, cerca del Parque Central; crucé y en la misma esquina donde está hoy el Gran Teatro de La Habana había un estanquillo en el que vendían diarios; se encontraban expuestos seis o siete periódicos con grandes titulares, todos con alabanzas a Batista. Me detuve y leí los cintillos. Permanecía absorto en la lectura cuando un muchachito negro y flaquito que controlaba el estanquillo me miró con cierta curiosidad y me dijo: «¡Circula, circula!». Literalmente me botó de allí.

Esas cuatro cosas me pasaron en menos de 45 minutos: perdí el carro, me negaron el café y el tabaco, pasé cerca de Palacio, donde vi los símbolos del poder de Batista, y me botaron del estanquillo de periódicos. Sin embargo, no me desanimé, y además percibí actitudes que me enseñaron, hasta la de alguien que unos meses antes demostraba una gran amistad y luego me negaba el café.

 Encaminé mis pasos por Neptuno hacia la Universidad. Caminé dos o tres kilómetros en pleno mediodía. Pasaba por las tiendas, entre el bullicio de la gente Así marchaba solo con mi pensamiento: ¡Ra, ra, ra! No me desalenté. En realidad, fue una prueba para desanimar a cualquiera, pero yo me reafirmé en mis convicciones y seguí caminando. Llegué al hotel, subí al cuarto y me acosté. Dormí como tres o cuatro horas. La amargura de todo aquello la pasé durmiendo en el cuartico caluroso. Cuando desperté me sentía despejado.

Luego hablé con Abel y con Montané, les comenté que me habían llevado el carro. Ellos buscaron el dinero para pagar lo adeudado y lo recuperaron. También se consiguió un pequeño apartamento. Creo que a partir de ese día el grupo cargó con los gastos del automóvil y la manutención mía.

¡Fue increíble! He contado más de una vez esta historia de los cuatro percances que tuve uno detrás de otro en breve tiempo. Era muy gráfico, como para poner a prueba la voluntad de alguien. Frente a mi pobreza, la fastuosidad del Palacio de Gobierno. Tal detalle me hizo reparar en la magnitud de la tarea que teníamos por delante.

Katiuska Blanco. Comandante, ¿pero para entonces ya tenían una estrategia propia?

Fidel Castro. En aquellas condiciones difíciles nos proponíamos luchar. Todavía no teníamos una estrategia propia, pero ya, a juzgar por lo que se decía, pensábamos que dentro del partido, paralizado, había que ir haciendo una organización e ir tomando el mando. Claro, esto no significaba una ruptura.

En aquella etapa, Millo Ochoa, uno de los dirigentes del partido, candidato a la vicepresidencia del grupo de los políticos conservadores, hizo una comparecencia ante la prensa en un programa de televisión con bastante audiencia. Para entonces, Batista había vuelto a abrir las posibilidades de expresarse en la radio y la prensa. Millo Ochoa hizo unos pronunciamientos muy duros, muy críticos contra el gobierno; y a la salida del programa lo llevaron preso y lo sometieron a juicio. Estuvo varios días en la cárcel. Con aquel incidente ganó gran prestigio.

Ya Pardo Llada hablaba otra vez por radio en su programa habitual, y nosotros le dimos la idea de lanzar una campaña de recoger un centavo para pagar la multa que le habían puesto a Millo Ochoa en el juicio. La idea dio resultado; miles de personas, decenas de miles de personas, empezaron a dar dinero con tal propósito y se recaudaron miles de pesos. Mucha gente decía: «Si es para hacer la revolución, estoy dispuesto a dar 10 pesos, lo que sea».

Recuerdo que fui a ver a Pardo Llada y le dije: «Mira, aunque te clausuren de una vez esta hora de radio, es necesario que hagas un editorial y lances la consigna de dar lo que quiera la gente, para hacer la revolución».

Habríamos recaudado cientos de miles de pesos; pero qué  va, Pardo Llada no aceptó, dijo: «¡No, qué va!, ¡Como está esto...!». Él no estaba dispuesto a perder la hora de radio; total, habría sido colosal que lo hiciera. Hubiéramos recaudado mucho más. Solo a centavo se recaudaron miles de pesos.

Todavía yo mantenía relaciones con ellos, incluso, cuando se pagó la multa. Millo Ochoa salió a la calle convertido en un personaje por los pronunciamientos tan radicales y revolucionarios que había hecho; volvió de la cárcel como un ave fénix. Parecía que íbamos a tener un hombre decidido a luchar, con el prestigio de ser dirigente del partido. Él lo prometió, dijo que iba a trabajar, a organizar la revolución y empezó a desarrollar actividades.

Yo tenía claro que la estrategia era organizarse y contactar personas dispuestas. Recuerdo que entre los contactos que hice se encontraba un sargento de Columbia, quien me inspiró bastante confianza.

Katiuska Blanco. ¿Sería alguien de quien me habló Pastorita Núñez? Tal vez ella nunca conoció esta historia después de presentárselo.

Fidel Castro. No recuerdo, tal vez. Trataba de hacer todos los contactos que pudiera para cuando viniera la lucha. Él dijo que quería ayudar y le presenté a un grupo. Luego organicé un encuentro con Millo Ochoa y el sargento en La Habana Vieja, en un edificio donde radicaban muchas oficinas de abogados. Se entraba por cuatro direcciones. El lugar se prestaba, porque Millo entraba por una y el sargento por otra. Era como en un cuarto piso. Allí se produjo el encuentro. Yo presencié el diálogo. Millo empezó a conversar. Lo primero que vi fue que cometió una falta seria desde el punto de vista conspirativo. Le preguntó al sargento: «¿Tú conoces a Fulano, conoces a Mengano, cuál es tu opinión; conoces a este, conoces al otro?». Le mencionó nombres de militares con una actitud contraria a Batista. Una indiscreción espantosa. Imaginé que el sargento se debió asustar.Pero no fue lo más grave. ¿Qué le dijo Millo Ochoa al sargento?: «Usted y su grupo deben estar listos, vamos a trabajar para el caso de que si el día de las elecciones se le quiere dar una cañona al pueblo, se quiera burlar el resultado de las elecciones, promover un levantamiento».¡Fíjate lo que le estaba proponiendo al militar! Le empezó a hablar de elecciones y le pidió colaboración. Me quedé asombrado, me dio la impresión de que aquel hombre dijo lo que estaba ideando; pensaba en una fórmula electoral, en unas elecciones con Batista. Realmente para mí fue muy decepcionante.

Se terminó la reunión y nos despedimos. Después no hablé más con el sargento porque lo llevé a ver a Millo Ochoa y este no había dicho nada serio. Se puso a hablarle de elecciones y de tomar algunas medidas preventivas para si se presentara algún problema. Realmente sentí vergüenza, me pareció que había sido una pérdida de tiempo, mientras que el militar se había tomado mucho interés en el asunto.

No creo que fuera una táctica, la impresión que tuve fue que Millo Ochoa estaba pensando de veras en las elecciones. Parece que después de la comparecencia, cuando lo metieron preso y adquirió una enorme popularidad, un enorme apoyo, se puso a pensar inmediatamente en términos políticos electorales. Fue una de las primeras grandes decepciones que tuve.

Katiuska Blanco. Comandante, en tal período usted no figuraba como jefe, se mantenía en el anonimato. Iba de un lado a otro, a Artemisa, Colón, Pinar del Río, y hasta estuvo en su casa de Birán. Al respecto escribió algo conmovedor: «Todo ha seguido igual desde hace más de veinte años. Mi escuelita un poco más vieja, mis pasos un poco más pesados, las caras de los niños quizás un poco más asombradas y, ¡nada más!

»Es probable que haya venido ocurriendo así desde que nació la República y continúe invariablemente igual sin que nadie ponga seriamente sus manos sobre tal estado de cosas. De ese modo nos hacemos la ilusión de que poseemos una noción de justicia. Todo lo que se hiciera relativo a la técnica y organización de la enseñanza no valdría de nada si no se altera de manera profunda el status quo económico de la nación, es decir, de la masa del pueblo, que es donde está la raíz de la tragedia. [] Aun cuando hubiese un genio enseñando en cada escuela, con material de sobra y lugar adecuado, y a los niños  se les diese la comida y la ropa en la escuela, más tarde o más temprano, en una etapa o en otra de su desarrollo mental, el hijo del campesino humilde se frustraría hundiéndose en las limitaciones económicas de la familia. Más todavía, admito que el joven llegue con la ayuda del Estado a obtener una verdadera capacitación técnica, pues también se hundiría con su título como en una barca de papel en las míseras estrecheces de nuestro actual status quo económico y social». Para mí, esas palabras ilustran quizás como ningunas cuán revolucionario y marxista era usted antes del asalto al cielo.

Ya casi al final de los preparativos del Moncada también visitó la antigua región oriental. Ramón recuerda siempre que usted lo llamó a Marcané y pidió verlo en Cueto; de allí siguieron viaje juntos hacia Holguín. Narra que usted quiso en el trayecto hacerlo revolucionario en una hora, pero sin confiarle nada de lo que preparaba, sin darle detalles, solo diciéndole que necesitaba acopiar armas y dinero. También le pidió que le negociara en el banco una letra de cambio de unos arroceros de Pinar del Río, pero él no pudo hacerlo porque para ello era imprescindible conversar con don Ángel. Se trataba de unos 2500 pesos. Entonces él le dijo: «Hay que ver al viejo», como esperaban que él entendiera menos, desistieron. Entonces usted le solicitó que no hiciera gestiones con ningún amigo, que ya le había confiado un secreto muy grande. Finalmente le sugirió crear una célula y conseguir algunas armas. Ramón  me contó en 1997 que cumplió sin falta con usted. Agrupó a 12 compañeros y obtuvo algunas armas entre ellas un rifle austriaco 30-30 de excelente calidad pero que luego del Moncada las perdieron tras ocultarlas una y otra vez. Comandante, en todo aquel período tan intenso ¿nunca lo detuvieron?

Fidel Castro. Tuvimos algunos incidentes mínimos con la policía. A Abel y a mí nos arrestaron, según se ha podido precisar, el 8 de septiembre del 52. Nos llevaron al Buró de Investigaciones y nos tuvieron un día; «comprobaron» que no llevábamos armas y nos soltaron. Siguieron subestimándonos. Diría que se trató de una medida de hostigamiento contra nosotros.

Aquel año tuvieron lugar una serie de acontecimientos. Recuerdo que fui por la Universidad muy discretamente, con motivo del 27 de noviembre, porque, por lo general, no hacía acto de presencia por allí.

No tuve que emplear la Universidad porque trabajé desde Prado Nº 109. Me reunía con los compañeros en el local del fondo, un lugar muy discreto, y les explicaba lo que hacía falta; de allí se los mandábamos a Pedrito. No existían listas, llevábamos todos los datos en la memoria. El Movimiento iba creciendo rápidamente.

En aquel período empezamos a preparar grupos en otro tipo de entrenamiento, que consistía en tácticas y técnicas de comando. No confiábamos plenamente en el instructor, nos preocupaba su procedencia, no se sabía dónde había recibi do la preparación que tenía, podía ser un infiltrado, era posible que tuviera contactos con la embajada yanqui. Sus ideas y sus motivaciones no estaban claras, no obstante, lo utilizamos para que trasmitiera sus conocimientos a nuestros hombres. En realidad, no entrañaba ningún peligro, porque no suponíamos que nuestras actividades fueran ignoradas, y veíamos claramente que eran subestimadas. Entrenábamos sin armas, parecía un juego, porque si no había recursos ni armas, todo era teoría, no nos tomaban en serio.

El individuo se llamaba Santos Harriman. Dimos con él porque andaba siempre por la Universidad y se brindó para servir de entrenador. No recuerdo exactamente dónde lo vi por primera vez, pero yo tenía mi psicología para conocer a la gente; analizaba mucho las motivaciones de las personas, y si eran compatibles con la lucha. Me daba cuenta en las conversaciones por los comentarios que hacían. El caso es que este hombre no me inspiraba confianza y por eso no se le dio ninguna información. Jamás supo absolutamente nada acerca de nuestros planes. Nunca supimos lo que realmente quería, ni a quien respondía.

En la Universidad continuaba la agitación. La gente había recibido entrenamiento teórico de las armas, pero nosotros queríamos que hicieran prácticas de tiro, y ya eso resultaba más serio y peligroso. Fuimos seleccionando bien a la gente dentro de la organización porque ya teníamos cientos, y llee tuvimos entrenados a 600, 700 u 800 hombres.

El 28 de enero de 1953 tendría lugar una peregrinación de la Universidad hacia el lugar donde Martí trabajó en las canteras durante el presidio político, la Fragua Martiana; no era muy lejos, a unas pocas cuadras de la escalinata. Fue precisamente en el centenario del natalicio del Apóstol.

Aquel fue un día de prueba para nuestra organización. Nosotros dimos cierta demostración de fortaleza, era necesario. Para tal momento los auténticos manejaban mucho dinero, manejaban muchas armas. Habíamos trabajado intensamente desde agosto hasta diciembre de 1952.

Cuando se fue a organizar la peregrinación del 28 de enero, citamos a la Universidad de noche para un desfile con antorchas. Fue una prueba para la gente también porque posiblemente, por la manifestación, habría enfrentamiento con la policía para reprimir utilizaban carros de bomberos, patrulleros, de todo.

Decidimos movilizar 300 hombres esa noche en la escalinata universitaria, hacia un costado, abajo. Allí los organizamos en grupos de tres, conformando una columna larga que llegó desde el primer peldaño hasta arriba. Íbamos sin armas, pero bien estructurados en una columna sólida, decidida. Era la única fuerza organizada aquella noche allí, eso era claro, incuestionable. Entonces les envié un compañero a los líderes para pedirles que nos dieran la vanguardia de la manifestación.  Lo que perseguíamos era entrar en contacto con la policía, con los carros de bomberos, para ocuparlos y aprovechar al máximo el momento. En fin, que por los celos, que llegaban a un punto impensado, no quisieron, no aceptaron nuestro ofrecimiento ni siquiera para que enfrentáramos a los policías.

Raúl recuerda siempre una anécdota porque alguien, preo cupado, le mandó a decir que mirara a ver cómo controlaba aquella gente, y resultó que éramos nosotros.

Participé en la marcha con todo el grupo, no nos dieron la vanguardia porque era un lugar de honor, y fuimos como en segundo lugar, pero organizados, con las antorchas, la columna formada.

Cosa curiosa, muchos nos observaban sin saber quiénes éramos, les llamaba la atención aquella gente tan bien organizada que desfilaba por la calle San Lázaro, y algunos decían: «Esos son los comunistas». Cada vez que veían algo bien organizado en algún lugar decían que eran los comunistas. En la noche se veían las antorchas y se podía distinguir aquella fuerza compacta, organizada, en medio de la multitud.

Finalmente se llegó al objetivo y la policía no intervino, permitió la manifestación. Aquel día se produjo una demostración de pujanza necesaria, incluso para nuestra gente, que apreciaron su propia fuerza. No estaban todos porque fue una selección, pero resultó. Ellos siempre habían sido reunidos en grupos y aquel día comprobaron que eran una fuerza, la única organizada el 28 de enero de 1953.

¿Qué pensaría la policía? No sé, pero seguramente creyó que éramos una fuerza política y que estábamos en el mismo juego que todos los demás partidos, pensando en fines políticos, en fines electorales o en alguna otra cosa, y que todo aquello era un juego a la revolución. Así es que dentro de tal clima, dentro de la situación de represión que no era total, y aprovechando la preocupación del gobierno por los opositores que tenían armas y dinero, nosotros pudimos tomarnos esas libertades.

Cuando llevábamos algunos meses de intenso trabajo de organización y entrenamiento de la gente todavía no habíamos llegado a la fase de las prácticas de tiro, Aureliano comenzó a ganar prestigio de hombre clandestino, de hombre que movía una organización: la Triple A. Esta gente de Aureliano y de Prío reclutaron a muchos de aquellos oficiales que Batista sacó del Ejército: coroneles, generales. El Partido Auténtico llamaba así a la organización revolucionaria estructurada por ellos, la de Aureliano. Disponían de mucho dinero, contaban con armas y, principalmente, asumían una actitud de rechazo total a toda participación nuestra en la lucha común contra Batista, por las denuncias que los ortodoxos les habíamos hecho.

Nadie sabía cómo iban a desatarse los acontecimientos en el terreno de la lucha armada, porque en el de la lucha política  ocurrieron algunos incidentes. No recuerdo exactamente en qué momento se produjo el Pacto de Montreal un pacto de tipo político, en el que figuraron Millo Ochoa, Pardo Llada, entre otros dirigentes. Fueron a Montreal y firmaron un pacto de tipo político con Prío, los auténticos y todos los demás. Ese pacto chocaba un poco con el espíritu puritano del Partido Ortodoxo que seguía la línea de no hacer pactos políticos con ningún otro partido y menos con el Auténtico, tantas veces denunciado. Ya la gente de Millo Ochoa había tenido problemas frente a la oposición de Agramonte y otros líderes ortodoxos de mayor prestigio. Había división en el partido.

Katiuska Blanco. Ese pacto se firmó el 30 de mayo de 1953. Lo recuerdo porque verifiqué el dato en una ocasión.

Fidel Castro. Sí, sabía que había sido antes del Moncada. En el terreno político tuvieron lugar algunas maniobras para una supuesta oposición a Batista. Los auténticos, que contaban con armas y recursos, tenían ventajas. Ellos trataron de unir a mucha gente, reclutaban estudiantes universitarios, contaban con la Universidad, con distintas fuerzas, pero a mí me vetaban; es decir, me querían dejar fuera de la lucha.

Cuando se produjo el pacto, ya nosotros hacía algún tiempo teníamos una estrategia desde finales del año 1952, y 600 o 700 hombres listos. Como no disponíamos de recursos ni armas ni estábamos dispuestos a permitir que nos dejaran fuera de la lucha por el hecho de que ellos contaban con el mono polio de las armas, lo que hice fue un movimiento de penetración dentro de la organización auténtica. Le infiltramos 360 hombres en la Triple A. Nuestra idea era utilizar las armas para participar en la lucha. Como ellos no querían ni oír hablar de Fidel Castro, aprovechamos el hecho de que estaban necesitados de fuerzas y enviamos un grupo al mando de Abel, Montané y [Raúl] Martínez Arará, así como a otros compañeros que integraban nuestra dirección para infiltrarlos en sus filas.

Una de las primeras cosas que hicimos en el Movimiento fue crear un grupo de dirección y un grupo ejecutivo, en el que figuraban fundamentalmente tres miembros: Abel, Martínez Arará y yo. A decir verdad, ellos acataban la dirección plena con una gran confianza, nunca tuvieron la menor duda en su trabajo conmigo.

Katiuska Blanco. Comandante, ¿y cuál era la procedencia de Martínez Arará?, ¿por qué lo seleccionó para integrar la dirección?

Fidel Castro. Martínez Arará figuraba en una especie de agrupación antibatistiana en la que muchos de sus miembros eran cercanos al Partido Ortodoxo, opositores del gobierno de Grau. Él representaba al grupo integrado por contadores, maestros, profesores de algunas escuelas privadas; todos profesionales, típica clase media, pequeña burguesía. La representatividad influyó en que lo aceptáramos.

Raúl Martínez Arará era un compañero muy activo, enérgico, decidido. Sentía mucha repulsa hacia Batista, a quien veía como un hombre corrompido, un dictador militar, un represor Arará tenía la irritación que estremecía a miles de personas. No se preocupaba mucho por programas, por la cuestión de las ideas sobre la teoría revolucionaria, sino sobre todo por la acción: era un hombre de acción. Le teníamos confianza.

Después del Moncada no fue capaz de ver el mérito histórico del hecho, le interesaba la acción misma y como fracasó, perdió el contacto con nosotros, no esperó instrucciones. Como estábamos en la cárcel y en tal momento no se podía pensar en otra operación armada, se fue al exilio en busca quizás de quienes pudieran garantizarle una acción contra Batista, lo demás no le interesaba. Sin embargo, mientras estuvo en el Movimiento trabajó muy bien, actuó con mucha disciplina.

Katiuska Blanco. Cuando lo interrumpí, me estaba diciendo que le habían infiltrado una gran cantidad de hombres a la organización de los auténticos. ¿Cómo fue que lo lograron?

Fidel Castro. Bueno, los auténticos estaban introduciendo al país grandes cantidades de armas y trabajaban con los militares destituidos por Batista, porque ya preparaban la acción para el ataque a Columbia. En aquel momento necesitaban hombres, buscaban combatientes entre los estudiantes y las diferentes organizaciones contra Batista. Entonces fue que mandé al grupo representado por Abel y Martínez Arará, para que se pusieran en contacto con ellos y les dijeran que te níamos gente preparada, organizada; gente buena, trabajadora, independiente, dispuesta a cooperar y que querían luchar contra Batista.

Como andaban locos buscando combatientes y existían decenas de organizaciones, ¿qué hicieron? Crearon un grupo de inspectores con antiguos coroneles del Ejército, quienes se ponían en contacto con los diferentes jefes y los citaban en algún lugar para ver qué conocimientos tenían, qué experiencia, y así iban seleccionando.

Abel y Martínez Arará se presentaron como jefes de un grupo dispuesto a luchar, organizado e integrado por gente seria. Los auténticos fueron a hacerles la primera inspección. Nosotros, un poco ambiciosos, les hablamos de que íbamos a reunir 120 hombres, porque decíamos: «A lo mejor podemos introducir 120 hombres».

¿Cómo se organizaba la inspección? Yo le pedía la casa a gente amiga, algunas de la Universidad, y conseguíamos, por ejemplo, tres casas prestadas; los responsables avisaban a los inspectores, le daban la dirección y los citaban para una hora específica. Yo me reunía antes, en Prado Nº 109, con la célula que íbamos a presentar, les explicaba a sus miembros lo que iba a suceder y les advertía que no podían cometer ninguna indiscreción: «Esta noche va a haber un contacto, hay una inspección, nadie debe saber quiénes son ustedes; el nombre mío no lo mencionen para nada ni el nombre de tal y más cual; el objetivo es que nosotros podamos estar en condiciones de ocupar las armas cuando las repartan». Les daba todas las instrucciones: «Tienen que dirigirse a tal punto, salir de dos en dos; ninguno puede separarse del otro, ninguno puede hablar por teléfono, tienen que ir directo a tal punto». Y así me iba reuniendo con los grupos a distintas horas.

Entre nuestros objetivos estaba impresionar a los organizadores de la revolución, y, bueno, efectivamente, los tipos, acostumbrados a ver montones de grupos desorganizados, que hablaban demasiado, se admiraban al ver a los nuestros, quienes respondían a mis advertencias: «Ustedes callados; respondan nada más tal pregunta, tal cuestión; no mencionen nada, expliquen lo que saben, digan esto, digan lo otro». Era impresionante, para los coroneles que servían de inspectores, tanta discreción.

Yo mandaba a nuestros compañeros con el jefe de la célula. La clave era que Abel figurara como jefe de todos ellos, muy serio. La noche que iniciamos la operación, con todas las medidas de seguridad tomadas, llegaron los militares a la primera casa para ver a Martínez Arará. Veían a la gente, le preguntaban qué armas sabían manejar, cómo las manejaban, la preparación que tenían Así fue la historia.

Terminaban el primer grupo de 40 y los tipos empezaban a hablar maravillas de aquellos hombres tan serios, educados, tan jóvenes. Entonces los nuestros les decían: «No, todavía no terminamos, vengan». Los llevaron a la segunda casa, luego a la tercera, y aquellos inspectores se quedaron sumamente impresionados de lo que vieron, de la seriedad de los jefes. Se les decía: «Bueno, han sido reclutados entre gente independiente, algunos del Partido Ortodoxo, los dirigimos nosotros». Y los militares que estaban con Prío se quedaron encantados, nuestros grupos no se parecían en nada a los otros. A los pocos días volvieron a establecer contacto, preguntaron si tenían más gente. Les respondieron: «Sí, hemos trabajado duro».

En la segunda inspección utilizamos la misma receta: les volvimos a reunir otros 120 hombres. Bueno, llegó un momento en que la gente de los auténticos no quería saber de nadie más, sino de aquel grupo maravilloso, tan organizado, tan discreto y tan disciplinado. Ya no estaban aceptando a nadie más. Les decían a los interesados que no los necesitaban.

Hicieron una tercera inspección; todas en distintos lugares. Parecía una broma. Les volvimos a poner otros 120 hombres, infiltrados en la organización auténtica.

¿Pero qué ocurrió? ¿Qué fue lo que despertó sospechas?

El tercer encuentro con ellos, el último, la cita fue en una casa por Belascoaín, posiblemente por donde está hoy el hospital Ameijeiras o un poquito más para allá. Pertenecía a unas muchachas amigas mías de apellido Bacallao, ortodoxas, estudiantes de la Universidad, creo que una de ellas ya era abogada. El caso es que se comprometieron y prestaron la casa,  pero enviaron al hermano, quien se asustó cuando vio que llegaron 40 hombres nuestros para reunirse allí aunque la represión no estaba aún en su mayor nivel, se puso nervioso y cuando los militares auténticos concluyeron la inspección, iban bajando las escaleras, le dijo a Abel que eso no podía ser. En su protesta me mencionó, Abel le mandó callar pero uno de los inspectores se quedó intrigado y preguntó: «¿Qué dijo él de Fidel?». El incidente Abel me lo contó después. Tal fugaz desliz pudo influir en que perdieran el interés en nosotros.

No sé cuáles fueron las causas por las que interrumpieron el contacto. Es posible que se percataran de quiénes éramos, a lo mejor cambiaron los planes. El caso es que después mostraron poco interés. Claro, nosotros no queríamos insistir mucho al respecto, ya les teníamos infiltrados 360 hombres, ¡y ni soñar siquiera que aquellos militares hubieran visto grupos de civiles tan organizados!

Cuando nos dejamos ver de alguna manera, aquel 28 de enero, ya habíamos desechado la esperanza de capturarles las armas a los auténticos. De todas formas era necesario que nuestra gente, en medio de aquella disputa de la competencia, se puede decir, tuviera una idea de su propio empuje, aunque no los movilizamos a todos.

Yo mismo no podría decir con exactitud hasta qué mes estuvimos reclutando y mandando gente a la Universidad, pero sí que organizamos y entrenamos allí alrededor de 1200 hombres, casi más de los que necesitábamos, con posibilidades racionales de obtener armas. En enero todavía alimentábamos la esperanza de que el Partido Ortodoxo pudiera hacer algo, que de una forma o de otra se llevara a cabo una lucha contra Batista en la que pudiéramos participar de alguna manera, pero cada vez nos sentíamos más escépticos. En realidad, cada vez lo estábamos más sobre todo el mundo. Ya había vivido la experiencia con Millo Ochoa, pero aún permanecíamos dispuestos a luchar dentro del partido, a ir con los estudiantes o con cualquier fuerza revolucionaria.

En febrero se inició un período más serio. En el primer semestre de 1953 realizábamos actividades un poco más arriesgadas, había ya que enseñar a la gente a disparar. ¿Cómo lo hicimos? En distintos lugares. Uno de ellos fue por donde actualmente se encuentra el Parque Lenin, en una manigua, bastante separada de la ciudad. Allí entrenamos con algunos fusiles 22 adquiridos en las armerías. En Artemisa, al oeste de La Habana, con personas que yo conocía, llevamos compañeros a disparar al campo, lo que en aquel sitio no empleábamos fusiles 22. Algunos de los grupos aprendieron el tiro en seco, pero nunca lo habían hecho efectivo; sabían el manejo, pero nunca antes dispararon. Con una buena organización y compartimentación, a la gente más conocida y seria la fuimos llevando a realizar tiros reales, en una operación siempre muy peligrosa.

En algún momento de aquel período quizás en enero o febrero, en la Universidad, donde ya habíamos entrenado tal vez a 600 o 700 hombres, algunos de los dirigentes, entre ellos, Léster Rodríguez, uno de los líderes celosos de sus prerrogativas estudiantiles, se enteraron de que yo era el organizador de aquella gente. Lo descubrieron no sé cómo, y se creó un problema: pretendieron paralizar la preparación en la Universidad. Entonces tuve que ir a ver a Léster porque me dije: «Este hombre va a echar a perder todo, va a interrumpir todo este proceso».

Él era bastante malcriado, arrogante. Hoy lo digo de buen humor. Me decía que Léster era una especie de Napoleón: chiquitico, pero muy mal genioso; no era fácil tratar con él.

Recuerdo la noche que tuvimos la reunión sobre el asunto. Fue en el segundo piso de la Escuela de Ciencias Naturales, frente a la Plaza Cadenas. Nos citamos con Léster y otros. Él estaba inflexible, disgustado; los entrenamientos no podían seguir. Yo con mucha paciencia le toleré las malacrianzas, las protestas, y le dije: «Mira, chico, hemos organizado una fuerza, ¡tremenda fuerza!, y esa fuerza está a disposición de ustedes. Si quieren hacer la revolución, todos esos hombres, los más numerosos, los más organizados, los más preparados, estarán a sus órdenes. Nosotros nos subordinamos a ustedes, pero no interrumpas la preparación de una fuerza que puede ser importante, que puede ser decisiva y que está totalmente a  su disposición, al lado de la Universidad, para derrocar a Batista ». Le enfaticé: «Si ustedes no hacen nada, si los auténticos no hacen nada, si nadie hace nada, entonces nosotros vamos a asumir la responsabilidad».

Lo convencí. Finalmente estuvo de acuerdo en que prosiguieran los entrenamientos, y desde entonces la Universidad era mucho más poderosa porque tenía aquella fuerza, y él sabía que yo hablaba en serio.

Con esos argumentos pude persuadir a Léster, porque él, más que Pedrito, era considerado como un líder. Pedrito era un estudiante fanático, obsesivo; era conocido y querido por todos los compañeros, pero no era una autoridad universitaria. En cambio, no recuerdo por qué, Léster era una autoridad en la Universidad; quizás por su mal carácter, por el mal genio que tenía, por lo que fuera, Léster era una autoridad que podía crear un problema, privarnos de las ventajas de poder utilizar la Universidad, su autonomía, y las facilidades para el entrenamiento y la preparación de las actividades; porque la organización no la hice nunca en la Universidad, sino fuera, entre los que parecían bobos, sobre todo, la gente que parecía que se dedicaba a conversar en Prado Nº 109.

Así fue como se establecieron los compromisos entre Léster y yo.

Katiuska Blanco. Todavía pensaba que debía confiar en algún político de prestigio para hacer la revolución. ¿Verdad, Comandante?

Fidel Castro. Sí, por eso me pareció importante el vínculo con Rafael García Bárcena, a fines de febrero o marzo.

García Bárcena era un profesor universitario, ortodoxo, con prestigio como intelectual y en las luchas contra Machado y Batista; decir García Bárcena era decir un hombre serio. Él figuraba entre los dirigentes ortodoxos, pero en aquella situación, formó tienda aparte.

Dio la casualidad que el golpe de Estado de Batista, el 10 de marzo de 1952, coincidió con el momento en que Víctor Paz Estenssoro y un movimiento nacionalista revolucionario hicieron una revolución en Bolivia. Los mineros se levantaron en armas, derrocaron al gobierno y prácticamente destruyeron al Ejército boliviano, en la meseta, con dinamita. Aquel movimiento adquirió un enorme prestigio.

Katiuska Blanco. En la hora actual de Evo y los indígenas en Bolivia, estremece pensar que una revolución en ese hermano país estuviese de algún modo ligada a nuestra historia desde tanto tiempo atrás, en especial en el proceso que desembocó en el Moncada.

Fidel Castro. Aquello era ni más ni menos lo que necesitábamos aquí. Entonces García Bárcena decidió organizar un movimiento parecido en Cuba y lo denominó de forma similar: Movimiento Nacional Revolucionario (MNR). Copió hasta el nombre del que hizo la revolución en Bolivia y reclutó a estudiantes, jóvenes y muchos otros. Si mal no recuerdo, creo que Armando Hart militaba en él. Por lo menos ya existía el esqueleto de aquel movimiento: unos cuantos intelectuales y un programa inspirado en los acontecimientos bolivianos.

García Bárcena también daba clases en una escuela militar, y parece que hizo contacto con un grupo de militares en Columbia inconformes con Batista; entonces decidió organizar a los civiles para tomar dicho cuartel en compañía de los militares. Cuando él definió su propósito, con una de las primeras personas con quien habló fue conmigo.

Tuvimos una entrevista en una casa de Marianao, por donde pasaba la línea del tranvía. Debió de ser en marzo de 1953. La fecha es muy importante porque después fue que decidimos elaborar nuestro propio plan.

Tal fue mi última esperanza de hacer algo con alguien, de que surgiera un jefe, porque nosotros estábamos buscando un jefe entre los políticos conocidos con posibilidades y proyecciones para luchar por el derrocamiento de Batista.

En la entrevista me habló de los contactos, de los grupos militares, las ideas, y comentó que estaba buscando gente; se refirió a la necesidad de contar con una fuerza civil para actuar. Le dije: «Mire profesor, conozco todos los grupos que hay en la capital, en el país, que se dicen organizaciones; si usted quiere hacer algo serio, nadie puede saber lo que se piensa hacer,  que no se conozca la dirección, que permanezca en secreto. Le recomiendo que no hable con uno solo de tales grupos, no hable con nadie más. Nosotros tenemos toda la gente que hace falta y mucha más que todos los demás juntos: serios, disciplinados, organizados, no andan hablando, no hay que estar enseñándoles un arma». Insistí: «Si usted quiere, nosotros tenemos gente. Hacen falta algunas armas, usted tiene relaciones, vamos a tratar de buscar algunos recursos económicos para reunir algunas armas, adquirirlas como sea, el mínimo necesario; pero no hable con nadie, no eche a perder tal oportunidad si es cierto que tiene un contacto importante dentro de Columbia».

Así fue mi conversación con el profesor García Bárcena, el consejo que le di. Y, ¿qué ocurrió? Hizo todo lo contrario: habló con cuantos grupos y jefes había en La Habana, y a los pocos días todo el mundo hablaba de la conspiración de García Bárcena. La Habana entera sabía que organizaba un movimiento para tomar Columbia en contacto con no sé quién más. Ventilado públicamente, no tendría otro destino que el seguro fracaso, y nos rehusamos a participar en algo así. Fue la última vez que confiamos en la capacidad y seriedad de alguien.

Ya en aquel momento no teníamos ninguna confianza en la dirección del Partido Ortodoxo ni en los demás líderes políticos. Vimos que estaban jugando a la revolución, jugando a la guerra. Perdimos la confianza en intelectuales como García  Bárcena, lo respetábamos porque era un hombre de prestigio, pero no podíamos seguirlo, pues lo que hizo, a mi juicio, fue una locura, no supo aprovechar aquella oportunidad. Quizás habríamos atacado Columbia, si era cierto que existía un grupo de militares dispuestos a abrir las puertas.

Katiuska Blanco. Entonces, ¿había llegado la hora de elaborar un plan para hacer la revolución, asumir un rol protagónico sin contar con nadie más?

Fidel Castro. Sí, ya después de lo que ocurrió con García Bárcena, reuní a los compañeros y les dije que había llegado el momento de elaborar nuestro propio plan y asumir la responsabilidad de hacer la revolución. Había transcurrido alrededor de un año del golpe de Estado cuando elaboré de nuevo una estrategia revolucionaria para la conquista del poder. Fue en el mes de marzo del año 1953, cuando ya teníamos una fuerza superior a la de todos los demás grupos revolucionarios juntos.

Deseché la idea de una insurrección en la capital porque vi que no existían ni las más remotas condiciones objetivas y subjetivas. Para poder dar una sorpresa total se requería gran cantidad de armas y recursos de los que no disponíamos. Fue cuando elaboré la idea, la esencia de lo que hicimos después: atacar el cuartel Moncada, sublevar la ciudad de Santiago de Cuba, vencer la resistencia, decretar la huelga general de todo el país, lanzar el programa revolucionario. Era la ocasión de desarrollar las ideas que concebimos desde el punto de vista po lítico, como programa político-social antes del 10 de marzo de 1952.

Nosotros, de absoluto acuerdo con los demás compañeros de la dirección, concebimos el plan de la toma del cuartel de Santiago de Cuba. Siempre con la idea de empezar por allá, y con la alternativa de ocupar todas las armas y, si no podíamos derrocar a Batista, marchar a la Sierra Maestra con 1500 o 2000 hombres armados. Hoy puedo decir que la idea era buena, era perfecta, salvo que quizás pudimos haberla hecho un poco más segura, quizás no tan ambiciosa.

Katiuska Blanco. Comandante, usted se refiere a la idea de ir directamente a crear la guerrilla en la Sierra...

Fidel Castro. Claro, hay una cuestión que no olvido. Nosotros teníamos más de 100 células y había competencia. Cuando teníamos los hombres organizados, otras organizaciones les enseñaban armas y utilizaban el argumento de que estaban perdiendo el tiempo, que nosotros no teníamos armas ni recursos.

Ya sosteníamos contactos con un hombre en Santiago de Cuba, que había sido del MNR. Recuerdo que en el mes de abril viajé a Santiago de Cuba para estudiar el terreno, la situación, por la idea de cómo íbamos a llevar a cabo el ataque a Santiago. Ya estaba dando los primeros pasos con relación al Moncada. Y al regreso de Oriente sería el 5 o el 6 de abril, por la Carretera Central escuché las noticias de que García Bárcena había  sido arrestado con un montón de gente; ¡como lo sabía La Habana entera!, ocurrió lo que tenía que ocurrir, lo detuvieron y a todos los que estaban a su alrededor, repartieron algunos golpes y así terminó todo.

Katiuska Blanco. Comandante, al hablar de la historia del Moncada y de quienes participaron en el ataque, el periodista Guillermo Cabrera Álvarez siempre me decía que había una razón para que en Artemisa existiera una cantera tan valiosa de jóvenes. Él lo atribuía a la presencia allí de un viejo maestro asturiano, Manuel Isidro Méndez, el primer biógrafo de José Martí. Guillermo me aseguraba que las enseñanzas martianas habían calado en la juventud de aquel pueblo y por eso tantos se sumaron rápidamente a su Movimiento. Sé que Ramiro [Valdés] fue de los primeros en integrarlo. Él menciona también a Julito [Díaz] y Ciro [Redondo] entre quienes estuvieron en aquel encuentro inicial con usted, tres o cuatro meses después del golpe. ¿Cómo funcionaban las células? Los medios y fondos, ¿cómo los consiguieron?

Fidel Castro. Al principio buscábamos alguna ayuda, pero no sustancial, pues nuestros gastos eran mínimos. Después, sí nos hicieron mucha falta fondos para adquirir las armas con que asaltar el cuartel. Para entonces resultaba impensable ocupar armas de otra organización, de los auténticos o cualquier otra. Teníamos que buscarlas nosotros mismos.

Las células tenían un jefe. Había algunas como la de Arte misa, donde el grupo fue muy numeroso y de los más serios, con más de uno.

Un muchacho José Suárez Blanco, que yo conocía de la juventud ortodoxa, fue quien nos puso en contacto con Ramirito, con Julito y con toda aquella juventud de Artemisa. Allí tendríamos unos 40 o 50 hombres, entre Artemisa y Guanajay.

Varias de las células que utilizamos para el ataque eran del interior de la provincia, procedían de un ambiente más sano. En la gran urbe existía mayor confusión y mezcla de una gente con otra. Todos los grupos de conspiradores de que hablábamos anteriormente se movían en el ámbito de la capital, por lo que los grupos de provincias eran muy buenos. Probablemente influyera también el conocimiento de la obra martiana, porque Artemisa, sin duda, tenía uno de los mejores grupos, muchachos jóvenes muy buenos, y fue además uno de los lugares donde nos entrenamos.

Por el concepto tan elevado que yo tenía de los grupos de Artemisa, muchos de los compañeros que llevamos al Moncada fueron de allí, resultado de una selección más rigurosa. Yo tenía más o menos clasificados los 1200 hombres, los distintos cuadros; lógicamente, no había un solo papel, no hay ni habrá nunca un papel donde se pueda encontrar un dato sobre el Moncada, porque era en la mente donde guardábamos la información: los grupos, las células.

Realmente busqué y hablé con todos aquellos cuadros;  también unos me presentaban a otros. Hablé más de una vez con todos porque cuando los citaba para la inspección, ya estaban entrenados y los volvía a ver. Yo iba a los lugares de entrenamiento en Artemisa, en el sur de La Habana, en el este de La Habana, en todos los sitios. Estuve con ellos el día 28 de enero del 53 y a muchos los veía con frecuencia.

En general, no se conocían unos a otros, podían haberse visto en la Universidad, dos o tres células; o un grupo en los campos de entrenamiento. Así que podían verse, pero nadie conocía cómo era el aparato ni cómo estaba constituida la dirección. Además, trabajábamos en condiciones de rigurosa clandestinidad, con métodos muy estrictos, adaptados a las circunstancias en que desenvolvíamos la actividad. Nos amparábamos en la subestimación del régimen y en su sola preocupación por los grupos auténticos y las armas con que contaban, por los viejos militares, los contactos en el Ejército. Cuando empezamos a entrenar con armas era un trabajo mucho más delicado, mucho más secreto.

En diciembre de 1952, con Batista en el gobierno, yo tuve que justificar o enmascarar mis movimientos con algunas actividades legales. Desde entonces ya conspirábamos. Nos metimos en la oficina de un batistiano, lugar que nos sirvió de excelente camuflaje, ubicada cerca de la del Partido Ortodoxo, en Consulado N.o 22. El hombre había sido compañero mío del bachillerato en el Colegio de Belén, se llamaba Juanito Sosa.  No solo era batistiano sino que tenía nexos familiares con los dueños del Diario de la Marina. Conocía también a Gildo Fleitas, mecanógrafo y taquígrafo en Belén. Sosa era un burgués vanidoso y gastador de dinero, pero deseaba hacer negocios de todas clases. Gildo mantuvo contactos con él durante más tiempo; yo hacía mucho que no lo veía, pero nos conocíamos. En virtud de tales circunstancias, terminamos trabajando allí los tres, y pudimos introducir a Abel. Esto fue ya al final de la conspiración.

Los cargos nuestros eran: Gildo, secretario, y Abel, contador; a ambos les pagaban. Yo oficiaba de abogado gratuitamente, no me pagaban. Así era la situación, pero, bueno, dedicaba todo mi tiempo a la conspiración, no ejercía ninguna abogacía, era un camuflaje. Aquel burgués se había casado con la hija de otro batistiano que tenía un negocio de importación de tractores, y como Batista estaba en el gobierno, hicieron negocios de ventas de tractores para unos programas demagógicos de Batista, como las escuelitas cívico-militares. Tenían también una instalación por allí cerca, y disponían de almacenes en Malecón y Prado.

Dicho hombre sentía admiración por Batista, y a partir de la situación del país quería desarrollar unas plantaciones de arroz con dinero que le diera el Banco de Fomento, un banco controlado por el gobierno de Batista. Una parte de mi tiempo yo la dedicaba a visitar las tierras que el individuo  quería comprar, por allá por Pinar del Río, y revisar los registros de propiedad de los terrenos para verificar cómo eran las tierras, cuánto valían; hacía el papel de abogado pero en realidad no me pagaban. El problema es que la presencia de Abel y mía en aquella oficina del batistiano nos dio una cobertura legal mientras realizábamos actividades clandestinas intensas, y ayudó a confundir a mucha gente que sabía de nuestras actividades revolucionarias. Empezaron a decir: «No, ya Fidel abandonó todas las actividades revolucionarias y está dedicado a la abogacía en unos negocios de tierras, de arroz, por allá por Pinar del Río». Era lo que decían mis detractores, y yo encantado.

Ya en diciembre y no se me olvidará nunca ese diciembre del mismo año 1952, vivía una situación económica muy difícil porque dependía exclusivamente de la ayuda de Abel y Montané, quienes me pagaban la casa y el carro. Fueron unas Navidades en que yo no tenía ni un centavo. Me acuerdo de aquel burgués comprando juegos de muebles, regalos para su mujer y veinte cosas, gastando dinero a montones, y yo no tenía ni para celebrar el Año Nuevo; es decir, tenía lo esencial: para el carro, la gasolina, no pasaba hambre, pero no tenía ni un centavo para celebrar las Navidades, la Nochebuena, ni para llevar nada a mi casa. Aquel burgués me explotaba, producto de la amistad desde la escuela, porque no me pagaba. Nunca se lo exigí, solo tenía una ayuda de Gildo y Abel que  sí cobraban por el trabajo que hacían allí. Aquellas Navidades fueron muy difíciles.

También defendí a unos trabajadores que tenían un conflicto con colonos y propietarios de tierras, tres intereses mezclados, y lo que resolví fue el asunto de los trabajadores a quienes les debían dinero. Convencí a los patronos para que les pagaran, no fue un pleito legal, utilicé más bien la astucia para convencer a una de las partes a cumplir sus compromisos. Así resolví el problema.

Para entonces ya no nos exhibíamos, no andábamos en manifestaciones; todo lo fuimos ajustando a la situación. Cada mes que pasaba éramos más y más rigurosos; ya existía un grupo de cuadros formados en unos cuantos meses, gente disciplinada, en la que se podía confiar, a la que se le decía: «A tal hora y en tal punto», y sin falta se presentaban puntualmente. Podíamos hacerlo con seguridad matemática.

Katiuska Blanco. Fue un proceso que se fue tornando cada vez más serio y peligroso.

Fidel Castro. Por supuesto, el proceso se intensificó, sobre todo en la preparación de la gente y la selección, porque ya para el plan del Moncada usé alrededor del 10% de la gente que teníamos. Así que hice una selección, más que de individuos, de células; las que tenían los mejores jefes, los más serios. Nosotros movilizamos para el Moncada unos 160 hombres, y en total la organización contaba con 1200. Puede haber habido  alguna célula que vacilara, que fuera conquistada por alguno de los grupos auténticos, porque los llevaban y les enseñaban armas; pero lo que decidió los que iban al Moncada fue nuestro criterio selectivo.

Lógicamente, para cumplir esta misión el número de hombres que organizamos era más que suficiente. El problema después fue buscar armas para 160 hombres aproximadamente, para atacar dos cuarteles: el de Bayamo y el de Santiago de Cuba. En nuestra organización no existía ni un papel, nada formal, sino pura alma. Eran relaciones muy íntimas, muy familiares, sin ningún formalismo, serias y sobre la base de lo que impulsaba a la gente: el deseo de luchar contra Batista. Para obtener armas, balas y uniformes, algunos soldados nos ayudaron; pero de forma general no acudimos a los miembros del Ejército que podría haber sido una opción, porque en la Cuba de entonces los soldados y oficiales eran profesionales, y la inmensa mayoría de ellos eran batistianos. Existían algunos militares inconformes gente como el gallego Fernández o [Enrique] Borbonet, pero nosotros no los conocíamos, y cualquier grupo de oficiales, 10, 15, 20, con que contactáramos, iba a establecer relaciones con figuras políticas como Millo Ochoa, Agramonte, o quizás con García Bárcena. Ellos no tenían por qué establecer relaciones conmigo si yo no figuraba entre quienes disponían de recursos o encabezaban un partido político. Yo tenía una organización pequeña, selecta, de hombres escogidos, una élite si se quiere; tenía una influencia en parte de la masa ortodoxa, pero no dirigía el partido.

Por otro lado, el Ejército era batistiano y yo tenía clara la idea de crear un ejército nuevo, había que hacer la revolución con el pueblo; todo lo cual resultó o partió de una concepción marxista. No concebí que con un ejército como aquel se pudiera hacer una revolución. Había que hacer una revolución con el pueblo y crear un ejército popular. Eso no significaba no utilizar una parte del Ejército si fuera necesario, pero ya tenía una concepción revolucionaria, no golpista, más bien estaba por completo contra una concepción golpista. Pensaba en una revolución popular, no en un golpe de Estado.

Además, el Ejército estaba impregnado de la demagogia de Batista y muy apegado a él. Era una tropa profesional, beneficiada por privilegios; era su caudillo y volvió a disponer de ellos en el golpe militar.

Antes del 10 de marzo, cuando los soldados eran explotados, yo contaba con ellos como parte del pueblo. Pensaba en la lucha revolucionaria con la participación de muchos soldados sumados al Movimiento; pero después del golpe, sabía que la revolución había que hacerla sin el Ejército, y no solo sin él, sino contra él. Para mí eso estaba muy claro.

Alguien había dicho, no sé si Mussolini, que las revoluciones se podían hacer con el Ejército o sin el Ejército, pero nunca contra el Ejército. Y nosotros concebimos una revolución contra el Ejército. Claro, se podía utilizar la colaboración de una parte del Ejército, pero el Ejército estaba muy influido y, además, vivía un momento de euforia.

Batista dio el golpe de Estado de forma aparentemente milagrosa, sin resistencia, con un dominio total del Ejército, parecía un mago, y contaba con un gran prestigio en el cuerpo armado. Lo que destruyó su prestigio fue nuestra propia guerra, pero antes estaba en el cenit, en el seno de los militares, excepto una minoría, sobre todo alguna generación nueva de oficiales, con otro sentido y concepto de la república, de donde salieron algunos elementos conspiradores.

Pero a mí no se me ocurrió nunca la idea de un golpe de Estado ni de una conspiración con el Ejército; además, entre nosotros, los militares solían ser despectivos con los civiles, y, precisamente en mi concepto, la solución de los problemas de Cuba no podía ser el cambio de un general por otro, el cambio de un gobierno por otro; ya yo tenía una concepción marxista y conocía que había que realizar una revolución popular que en determinadas condiciones, como la etapa previa al 10 de marzo, podía concebirse con el apoyo de una parte del Ejército, pero después de aquella fecha ya no era posible; de modo que no perdí ni un minuto en conspiraciones de tipo militar.

Tenía dos ideas bien claras y de raíz marxista: revolución popular, no golpe de Estado; otra: revolución popular, no tiranicidio. Para mí estaba bien claro ya, como revolucionario  con ideas precisas y diáfanas, que el problema no se resolvía matando a Batista; que el problema de nuestra nación era una cuestión de sistema, no de personas, y que había que destruir el sistema. Nunca pasó por nosotros la idea del atentado contra Batista, algo que habría sido perfectamente posible: interceptar con 50 hombres la caravana del presidente y liquidarlo: pero eso no era hacer una revolución, habría sido un golpe de mano. En realidad, nosotros necesitábamos a Batista, precisamente porque simbolizaba lo peor de aquel sistema.

Así que ya yo estaba impregnado de una serie de ideas esenciales del marxismo-leninismo y las aplicaba a las condiciones de Cuba.

También creo que hicimos aportes en medio de aquella situación porque, al mismo tiempo, no nos atuvimos en la acción a una táctica rigurosamente marxista, a un proceder ortodoxamente marxista-leninista, porque, en tal caso, habríamos tenido que esperar a una gran crisis económica para luchar. Es decir, utilizamos muchos de los elementos del marxismo-leninismo, pero también visión y elementos propios, ajustados a las condiciones efectivas de Cuba.

Katiuska Blanco. Comandante, pienso que obraron contrariamente a lo que se entendía entonces por una táctica marxista, cuando ser marxista en verdad era interpretar la realidad como usted lo hizo.

Fidel Castro. Si hubiéramos tenido una actitud muy ortodoxa, copista o rígida, habríamos podido sacar algunas conclusiones equivocadas; por ejemplo, la idea de la necesidad de esperar una gran crisis económica para emprender la lucha; la de esperar que todas las condiciones sociales estuvieran dadas, todas las condiciones objetivas.

Siempre tuvimos la idea de que la revolución solo podía hacerse con las masas, pero cómo echar a andar las masas en las condiciones de Cuba. Aquel era un problema que teníamos que resolver. Yo afirmaba que la acción armada nuestra iba a ser como fue también después la lucha guerrillera el pequeño motor que ayudaría a arrancar el gran motor de las masas.

Katiuska Blanco. Comandante, entonces, ¿la toma de los cuarteles era la acción que iniciaría una rebelión con el apoyo del pueblo?

Fidel Castro. En ningún momento podíamos concebir la toma del poder sin las masas, la revolución sin las masas. El pequeño grupo inicial haría el papel detonante. Lo que hicimos fue una interpretación de las ideas y principios básicos del marxismo-leninismo. Concebimos la forma en que se podía llevar a cabo la revolución popular en Cuba, aunque las condiciones objetivas no eran perfectas, no eran las ideales: no existía una profunda crisis en el país, los precios del azúcar permanecían relativamente altos, cuando Batista tomó el poder tenía 500 millones de dólares en la reserva. Sufría el pueblo, pero no existía la crisis como cuando Machado en los años 30 del pasado siglo xx.  No era la época de las intervenciones, era una época de relativa bonanza económica en el país.

Pero nosotros teníamos tal confianza en la capacidad y en el espíritu del pueblo, que aun sin que se dieran las condiciones sociales o económicas ideales para la revolución, creíamos que, a partir del patriotismo, la dignidad, las tradiciones, la rebeldía del pueblo, el odio a la tiranía, podríamos movilizarlo y llevarlo victoriosamente a la lucha; es decir, la revolución popular, la revolución para liquidar un sistema, la revolución con el pueblo, la revolución con las masas. Eso fue importante.

Antes del 10 de marzo, cuando denunciaba la explotación de los soldados en las fincas de los coroneles y en las de los políticos, sí estaba tratando de ganar el apoyo de la masa militar; cuando planteé, a raíz de la muerte de Chibás, avanzar sobre el palacio y tomarlo con la multitud, señalé que existía un momento de desmoralización del gobierno, que el Ejército estaba neutralizado y que después habría que resolver el problema de cómo se tomaba el control del Ejército.

Todo esto explica que no perdiera ni un minuto en conspirar con los militares.

Katiuska Blanco. Comandante, si no podían ocupar las armas de otras organizaciones y tampoco podían contar con el Ejército, ¿cómo las obtuvieron?

Fidel Castro. Empiezo a planear la estrategia antes de que arrestaran a García Bárcena, desde que él se puso a decirle a todo el mundo que se estaba organizando una conspiración contra Batista y la toma de Columbia. Ya no se podía confiar en él, entonces comenzamos a trabajar. En realidad yo fui quien trazó la estrategia y fue aprobada por Abel y Martínez Arará, quienes formaban conmigo el pequeño grupo que ejecutaba los planes en el terreno militar.

El resto del grupo de dirección no sabía cuál iba a ser la estrategia, se suponía que fuera una acción armada, y ellos confiaban en que yo elaborara los planes.

Había que resolver el problema de las armas. Yo tenía la teoría de que nuestras armas estaban perfectamente guardadas y engrasadas en los cuarteles del Ejército. No teníamos por qué pasar mucho trabajo comprándolas, importándolas, moviéndonos clandestinamente, si las armas estaban casi a nuestro alcance. Lo que teníamos que hacer era ocupárselas al Ejército. Pero para ello necesitábamos un mínimo de armas. Tal era la idea básica, y la estrategia que elaboramos partía de la concepción de que era necesario hacer la lucha con el pueblo, junto al pueblo, con las masas. No era una conspiración, no pensábamos que el problema se resolvía con una conspiración, con un golpe de Estado, sino mediante una rebelión popular, y nuestro rol consistía en desatarla.

Todo nuestro plan, nuestra estrategia, se ajustó a desarrollar la revolución popular armada, y las armas había que ocupárselas al Ejército.

 No planeábamos tomar Columbia porque se habría requerido un número superior de armas y sería otra concepción. Hubiese sido la idea de tomar el poder con un grupo de gente, y nosotros no considerábamos que un grupo de gente podía tomar el poder. Además, desde un punto de vista práctico, se necesitaban más armas. Con nuestros hombres bastaba, pero sí se precisaban más armas y la tarea hubiera sido mucho más difícil, porque las fuerzas concentradas en la ciudad eran mayores. Es decir, aun si nosotros tomábamos el cuartel principal de la capital, habríamos tenido que combatir inmediatamente contra otras unidades militares de la capital, mientras que el pueblo, la fuerza potencial que pensábamos desarrollar, habría tenido poca oportunidad de participar.

También en la capital el enemigo disponía de cuantiosos recursos, mayor espionaje, más actividad de vigilancia, comunicaciones de la policía, la motorizada; en fin, planificar la toma de dicha fortaleza habría implicado movilizar más recursos y, quizás, una preparación militar superior a la que habíamos podido darles a nuestros hombres. Tal conjunto de factores desaconsejaban la idea de tomar la fortaleza principal de la capital.

Medité mucho y llegué a la convicción de que el pueblo habría estado dependiente de la acción de un puñado de hombres contra un Ejército profesional que tenía tanques blindados, estaba muy fuertemente armado y disponía de la aviación.

 Las posibilidades de realizar con éxito dicha acción eran muy pocas, no se ajustaban en absoluto a la concepción nuestra.

Con menos recursos y menos hombres podíamos garantizar mejor la sorpresa total al tomar una fortaleza en el extremo oriental del país. Esto se adaptaba también a la idea de las tradiciones de las provincias orientales de la lucha por la independencia, a la topografía del terreno en Oriente, la distancia a 1000 kilómetros de la capital. Tomar allí la fortaleza, significaba dominar inmediatamente la ciudad, mientras que las otras unidades militares no tendrían posibilidad de resistencia.

Además, podíamos rendir muchas pequeñas unidades subordinadas al regimiento de Oriente; pensábamos neutralizarlas rápidamente, llamar al pueblo, armarlo y organizarlo. Teníamos mucho más tiempo para incorporar a la población al levantamiento, partiendo de una premisa, de un estado anímico de la población; habríamos dispuesto, por lo menos, de 24 horas para incorporarla y armarla. De esto estaba absolutamente seguro. Contaba con los estudiantes, los obreros, la población, los ortodoxos de Santiago de Cuba. Toda aquella gente, cuando la fortaleza hubiera sido tomada, habría ido en masa para allí. Yo tenía muy presente lo ocurrido el 10 de marzo, cuando el pueblo respaldó a la guarnición del Moncada mientras esta no se sumó al golpe de Estado, y fue la última en hacerlo.

 Yo conocía bien a la población santiaguera y las características de la población oriental, gente de tradiciones combativas, muy rebelde; aparte de que pensaba contar inmediatamente con algunas figuras políticas con prestigio. No les había hablado, pero estaba seguro de que tan pronto tomáramos la fortaleza, nos apoyarían.

Calculaba que en Santiago de Cuba, Batista necesitaba alrededor de 24 horas para poder contraatacar, aparte de que era en todo el país el objetivo importante más pequeño, más al alcance de nuestras fuerzas. Columbia era una fortaleza demasiado grande, tenía unidades de infantería, de artillería, de tanques. Ocuparla físicamente era mucho más difícil, se necesitaba gente más preparada; mientras que la toma de la fortaleza de Santiago de Cuba resultaba mucho más simple, más sencilla, también mucho más segura, y al tener que movilizar un número menor de hombres y de recursos, la sorpresa sería más efectiva.

Nuestra idea básica, desde el primer momento, era tomar la fortaleza y hacer prisionera a la guarnición, la íbamos a capturar dormida, anticipábamos que no era necesario tirar mucho, porque no podría defenderse. En esencia, queríamos hacer prisionera a la guarnición y ocupar las armas. Yo tenía calculado, además, que podía presentarse la aviación y atacar la fortaleza; entonces, el plan original era, después de tomar la fortaleza, evacuarla, situar las armas en los princi pales edificios de la ciudad, no en unidades militares, así el enemigo no conocería dónde estaban; de manera que si había un contraataque de la aviación, que podía llegar rápidamente, atacarían una fortaleza vacía.

Pero era imprescindible un mínimo de armas para lograr nuestro objetivo, entonces elaboramos un plan que salió perfecto.

Me percaté de que Batista, preocupado por los arsenales que los auténticos traían de Estados Unidos, como armas de guerra, no prestó atención a las armerías. No lo hizo él ni nadie de su gobierno. Las armerías tenían escopetas de caza, fusiles 22 y escopetas de cacería calibres 16, 12 y 22. Aquí siempre fue una tradición el control de armas, no era como en Estados Unidos. Si hubiéramos estado en un país como Estados Unidos habría sido una maravilla porque allí existe el mercado libre de armas. En Cuba no, aquí perseguían una pistola como un arma peligrosa; perseguían un rifle calibre 30.06, un fusil Garand. Una carabina M-1 era algo así como una terrible arma de guerra. Era tal tipo de armamento el que preocupaba a Batista, al Ejército, a los cuerpos represivos, a la policía, a todo el mundo; pero nadie hacía caso a las escopetas aquellas que vendían los armeros bajo regulación. Se necesitaba permiso, licencia; si alguien se presentaba como revolucionario en una armería, nadie le vendía un arma, y mucho menos si resultaba sospechoso.

 Existían varias armerías en la capital y también una en Santiago de Cuba. Yo, sin embargo, conocía aquellas armas. Cuando era joven, siendo adolescente, había aprendido a manejarlas en mi casa y sabía lo que se podía hacer con ellas.

Recordaba, porque ya eso lo había probado, que un fusil 22 podía matar un toro, si usted le da en el medio de la testa. Había cazado con las escopetas allá en Birán. Sabía lo que podía hacer una escopeta calibre 12 automática porque en mi casa existía una. Una escopeta automática con nueve balines es un arma mortífera; incluso, a veces vendían armas con esos balines para cazar venados, puercos jíbaros; para tal propósito se vendían las escopetas. No eran miles de escopetas, pero en Cuba había algunos cientos de escopetas de ese tipo.

El tiro era un deporte en Cuba. Existían los clubes de tiro, donde se usaban escopetas de tiro al pichón, de tiro a las palomas, como les decían. Muchos burgueses disponían de ellas y las usaban en los clubes de tiro. Era un deporte propio de la gente de dinero. Cazaban palomas, patos, iban a los campos de tiro Incluso, los fusiles 22 que estaban en algunos lugares de tiro al blanco, se usaban en ese deporte.

Nadie pensó en aquello, pero yo conocía que esas armas podían cumplir una misión de guerra en determinadas circunstancias, por ejemplo, para tomar un cuartel grande, no para la lucha en campo abierto, para lo cual no son las ideales; incluso, pueden ser efectivas en el bosque y muchas veces, 

en la guerra de guerrillas, nuestros hombres estaban armados con ellas. Es decir, me di cuenta de que las armas estaban en las armerías, el mínimo de las que necesitábamos.

Definí dos programas: buscar dinero y comprar armas. El Movimiento crecía y nosotros buscábamos recursos. Conversamos con varios líderes políticos del propio Partido Ortodoxo y solicitamos fondos a determinada gente; algunos nos daban 100 pesos, 200 pesos, así, muy pequeñas cantidades. Fue lo que obligó a los compañeros a hacer sacrificios muy grandes los detallé en La historia me absolverá. Vendieron instrumentos y puestos de trabajo, carros, de todo; pero aún así, en realidad aquellos fondos no alcanzaban, no eran suficientes. Habríamos necesitado alrededor de 20 000 pesos para comprar todas las armas y municiones, alquilar algunas casas, algunas fincas.

Siempre destacamos el rol de un compañero: Ernesto Tizol, un muchacho joven que tenía una pequeña granjita de producir pollos. Estaba casado con una hermana de Martínez Arará y militaba en el Movimiento. Era un muchacho alto, delgado, rubio; muy sereno, muy flemático, que, además, poseía un pequeño negocio. Vivía en las afueras de La Habana y allí tenía una cría de pollos. Siempre andaba vestido como un burgués, con unas botas altas. Tizol nos prestó servicios muy importantes para adquirir el grueso de las armas. Lo hicimos socio de un club de tiro, sacó la licencia, todo absolutamente legal, y lo enviamos a hacer contactos. Tenía un tipo de inglés, de burgués, de hombre de negocios, que nadie podía sospechar que fuera un revolucionario. Situaciones como la que vivíamos indiscutiblemente aguzaban el ingenio.

También le abrimos su cuenta de cheques en el banco. Nosotros teníamos varias cuentas, con poco dinero, pero varias cuentas de cheques. A veces [Renato] Guitart compraba un viernes un arma en Santiago cuando aparecía una, y entonces le decíamos: «Cómprala y págala con un cheque». Y entre el viernes y el lunes teníamos que buscar el dinero para depositarlo en el banco.

Con Tizol visitamos varias armerías. Él tenía licencia, todo en regla, legal, miembro de un club de tiro y, claro, él trataba con comerciantes y a ellos les interesaba vender. Entonces, Tizol fue creando una leyenda de hombre de negocios que estaba por Pinar del Río, que tenía amigos ganaderos, industriales, y así compró el primer fusil, una escopeta automática, en una armería, después en otra, luego en otra. Si una escopeta valía 100 pesos, le dábamos 80, y cuando iba a comprar la escopeta sacaba la cartera, ponía los 80 pesos y firmaba un cheque.

Tizol iba y venía, compraba; fue haciéndoles creer a los dueños de las armerías eran tres o cuatro armerías, fundamentalmente, en un período de meses, que él también se ganaba una pequeña comisión cuando compraba una esco peta, porque la compraba para un amigo, hasta pedía rebajas: «Tengo unos amigos allá en Pinar del Río, en tal lugar», decía. Después Tizol iba y pagaba el 70% en efectivo, y el 30% en cheque. Así se fue ganando la confianza de aquellos armeros, porque llegaba y pagaba con cheque. Pero no compró muchas armas, unas pocas, porque además, también debíamos adquirir los uniformes, hacer distintos tipos de gastos, y el esfuerzo que hacían los compañeros no era suficiente.

Creo que lo mejor fue haber hecho un plan con muchos meses de anticipación, en virtud del cual, al final, compramos a crédito la mayor parte de las armas, así fue. La mayor parte de las armas que compramos en las armerías las adquirimos el viernes 24 de julio, 36 horas antes de la acción, es decir, las dos terceras partes de las 160 armas.

El trabajo de Tizol fue perfecto. Claro, ya él llevaba a otros que lo ayudaban, y siguió haciendo el papel de hombre rico durante meses. Se iban movilizando determinados recursos; pudimos comprar, digamos, un tercio de las armas. Como todo se organizó entre la tarde del viernes 24 y la madrugada del sábado, al otro día, nosotros trasladamos dos tercios de las armas desde La Habana hasta Santiago de Cuba. ¡Increíble!, y fue una por una.

Los armeros ya se habían convertido en socios de Tizol, y estaban totalmente encantados con las ganancias y la seriedad de aquellas operaciones. Nosotros, realmente, la idea que te níamos era restituir aquel dinero el propio lunes, cuando tomáramos la fortaleza. En nuestra idea no estaba dejar sin pagar las armas; le exigiríamos un préstamo a los bancos en Santiago de Cuba después que tomáramos la fortaleza, porque no queríamos engañar, es decir, no queríamos dañar a aquella gente.

Entonces, ¿qué se hizo? El último día, ese viernes, se pagó el 20% en efectivo y se entregó un cheque por el 80% del valor de las armas. Así, el viernes 24, en las armerías de La Habana y Santiago de Cuba, compramos decenas de armas. Fue un trabajo organizado durante meses.

Realmente la clave de dicha operación fue Tizol. Además, él sirvió de contacto con los clubes de tiro en la capital, porque habíamos hecho lo mismo que en las armerías. Inscribimos a una serie de compañeros en los clubes de tiro, y los últimos entrenamientos se hicieron allí la gente nuestra aprendió a tirar con las escopetas al platillo, rompían los platillos en el aire como los tiradores olímpicos. La gente aprendió a tirar bien.

Katiuska Blanco. Así fue como usted y otros moncadistas, en 1953, entrenaron sin saberlo con las escopetas usadas por el escritor norteamericano Ernest Hemingway. En el año 2007, el diario Juventud Rebelde publicó el testimonio de Fernando Silvano Pérez, quien tuvo a su cargo las armas de caza del escritor en el Club de Cazadores del Cerro y lo menciona a usted, a Abel, Pedrito Miret, Oscar Alcalde y otros. Él  respondía por el préstamo de las armas y estaba autorizado para utilizar las que entendiera.

Fernando Silvano Pérez también cuenta que algunos de ustedes le pidieron que no anotara sus nombres si los conocía y que así lo hizo. Dijo que usted tiraba con cualquier escopeta, pero que él le daba la preferida por Hemingway, la que él llamaba «la yegua»: una calibre 12 de dos cañones que «era un trueno». El hombre aseguró que usted sabía más de armas que él, pero usted se conformaba con la que le pusiera en las manos.

En la entrevista, concedida al periodista Luis Hernández Serrano, Fernando Silvano también le comentó que les prestaba unas escopetas de dos cañones, con uno abajo y otro arriba, reconocidas como las famosas over-under.

Fidel Castro. Sí, leí esa entrevista ¡Qué coincidencia! ¿Verdad? ¡Quién lo habría imaginado entonces!

Además, en todos los clubes de tiro y dondequiera que existía un tiro al blanco, allí entrenábamos a la gente con fusiles; no fue solo en algunos lugares en el campo. La gente iba a todos los centros de tiro, como un ciudadano más, a tirar.

Batista, su policía, su Ejército, todo el mundo permanecía encantado de la vida, confiado en su poder; mientras, un grupo, aprovechando todas aquellas posibilidades, entrenaba. Y tiraba excelentemente bien la gente nuestra. Les pudimos dar una buena preparación.

Excepto algunas pistolas aisladas, otras armas de Birán y las que tenía Pedrito Miret para el entrenamiento en seco de nuestras fuerzas, todas las demás armas las compramos en las armerías. Y el entrenamiento básico se lo dimos a los hombres en los centros de tiro de una manera legal, incluso, utilizando el crédito.

Creo que el plan y el programa mediante el cual adquirimos las armas en las armerías fue una de las cosas más perfectas que hicimos. Se concibió con meses de anticipación, cuando nos dimos cuenta de que no íbamos a reunir los fondos imprescindibles por mucho que nos esforzáramos.

Hasta última hora, hasta el día 24 de julio, no habíamos comprado todavía la mayor parte de las armas. Claro, no fueron todas, diría que un 30% de las armas las habíamos comprado y enviado antes; pero el grueso llegó en la tarde y en la noche del sábado 25 de julio a Santiago de Cuba. Todo salió estupendamente bien, perfecto.

 

 
 
 
 

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